El romance del Padre Kino
Cruz Gálvez Acuña

Magdalena de Kino, Sonora

 

 

Biography Section Page Links

 

 

Website Page Links

[links are not operative in this main section at this time]

The book is a classic study of Kino with its reflections on his life as missionary in the northern borderlands of Spanish Colonial New Spain. Published by Secretaría de Fomento Educativo y Cultura, Gobierno del Estado de Sonora in 1970.

To view online and download the book, click
El romance del Padre Kino (text)
To view on line and download the table of contents of the book, click

El romance del Padre Kino Table of Contents (text)

 

EL ROMANCE DEL PADRE KINO

Autor: Cruz Gálvez Acuña 1970

Editor: Gobierno del Estado de Sonora, Secretaría de Fomento Educativo y Cultura


PRÓLOGO


La historia del Padre Kino tiene un atractivo de novela y algunos de sus hechos son tan emocionantes y bellos que podrían dar la inspiración para varios poemas. Por eso este pequeño volumen se llama "El Romance del Padre Kino”; porque los romances tienen algo de novela y poesía, aunque este librito mío es sencillamente historia pura, y prosa común y corriente de periodistas apresurados.


El libro es breve; pero no es un simple resumen de la vida del Padre Kino. Afortunadamente existen ya muchos resúmenes y algunas tan buenos como la síntesis biográfica, concisa y precisa, que escribió D. Fernando Pesqueira en 1965, y la muy reciente de Charles Polzer que contiene además, una guía sobre las misiones del P. Kino con magníficos mapas y evocadoras fotografías. Mi trabajo es, más bien, una selección de los episodios más interesantes que pueden agrandar a cualquier tipo de lector.


Tomé los datos históricos de los grandes y valiosos volúmenes que han escrito eruditos como Ernest Burrus, Gerard Decorme, Frank Lockwood, y sobre todo: Herbert Bolton, quien, hasta hoy, tiene la biografía más extensa y más documentada del fabuloso Padre Kino. En esos autores encontrarás la base científica de estos relatos.


El tiempo que yo gasté en escribir estas páginas, y el trabajo que tú tengas en leerlas, estarán, creo yo, bien recompensadas por las útiles enseñanzas que los hechos del P. Kino dan a toda clase de personas; y por la emotiva simpatía que siempre despierta este mágico personaje a quien tanto debe nuestra Patria.

 

Cruz. G. Acuña

Marzo 15 de 1969

Hermosillo, Sonora

 

CAPÍTULO I

EL IMPACIENTE QUE SABÍA ESPERAR

 

|01|
A Un Paso Del Sepulcro


En el Colegio de Hall (Austria), el joven Eusebio Kino prefería las matemáticas. Sabía que los chinos estimaban mucho esta ciencia, y él quería ser misionero en China. Había leído los viajes fabulosos de Francisco Javier a través de la India, de Malasia, de Japón y de las costas de China, y ya se soñaba navegando en un junco pirata por los mares brumosos del Oriente, o deslumbrando a los mandarines de la corte china con sus conocimientos de matemáticas y astronomía. Soñaba... tenía 18 años.


Un día cayó enfermo. Al principio, aquello parecía cualquier cosa. Pero pasaban los días y Kino seguía en cama. Con amarga extrañeza se dio cuenta de que los médicos no podían curarlo. Lo desahuciaron. Estaba condenado a morir a los 18 años y a sepultar con él y para siempre todos sus ensueños. Sin embargo, él no perdió el ánimo. Con voluntad de acero se aferró a la vida y, ante el asombro de todos, recobró la salud. Había superado la primera gran prueba a su esperanza.


Desde entonces añadió a su nombre Eusebio, el nombre de Francisco, y se llamó Eusebio Francisco, porque estaba convencido de que San Francisco Javier le había curado. Desde entonces también formuló la solemne promesa de convertirse en misionero en países paganos. Era el año de 1663.

 

|02|
A Un Paso Del Ensueño


Dos años después de aquella enfermedad, Kino se hizo jesuita. Escogió esta sociedad sencillamente porque los jesuitas tenían muchos y famosos misioneros. Mientras estudiaba en Alemania, escribió al Superior General de la Orden suplicándole que lo enviara a trabajar a China. No le hicieron caso. Volvió a escribir. Le respondieron sólo con promesas. Kino tuvo que insistir con otra carta, pero sin ningún resultado positivo. Al contrario, en 1676, fue nombrado profesor de matemáticas en la Universidad de Ingolstat.


A pesar de todo, Kino siguió esperando, ser misionero, y escribió de nuevo. Había esperado 13 años. Tenía 31. El tiempo estaba pasando y su juventud también. Su carta no tuvo efecto. Muchas personas, entre ellos el Duque de Baviera, querían conservarlo en la Universidad. Pero Kino insistió en su propósito. Repitió su solicitud seis veces y por fin, un día de primavera de 1678, recibió el nombramiento de misionero en ultramar. Sus ensueños comenzaban a realizarse.


Sin embargo, no todo fue alegría por aquel nombramiento tanto tiempo esperado. Un compañero suyo de la misma Universidad, el P. Antonio Kershpamer, recibió también un nombramiento semejante. Uno de ellos debía ir a Oriente (Filipinas o China), el otro debía dirigirse a México. Ellos mismos tenían que ponerse de acuerdo y elegir. Para que no hubiera discusiones optaron por "echar un volado”. En un papelito escribieron "Oriente”, y en otro "México”. Kino sacó el que decía "México”. Sus sueños sobre China se esfumaron. Por mucho tiempo, y mientras no conoció bien a los indígenas mexicanos, Kino se estuvo acordando con cierto rencor de aquel infausto papelito.


Otra sombra lo inquietaba. Tenía 33 años. Llevaba, es cierto, un buen caudal de la ciencia acumulada durante quince años de Universidad; pero 33 años de edad le parecían muchos. Había que recuperar el tiempo perdido. Por eso apresuró los preparativos para el viaje.


No sé, en realidad, si fue a despedirse de su familia que vivía entre las montañas, al pie de los Alpes italianos, en el pueblecito de Segno. Probablemente sí fue; pero, aunque no hubiera ido, hacía mucho tiempo que él y su papá Francisco y su mamá Margarita habían aceptado el sacrificio de la gran separación.


Con sus tristezas y sus grandes ilusiones, Kino se dirigió al puerto de Génova, mágico puerto que había visto partir a tantos y tan famosos navegantes. El que haya presenciado la gloria de una primavera en Italia, puede muy bien imaginarse al soñador profesor universitario, caminando jubiloso hacia el puerto, a través del esplendor de los campos. Había vuelto la juventud y la gran aventura estaba por comenzar.

 

|03|
Las Tormentas Y Los Piratas


Kino se embarcó en Génova con 18 compañeros jesuitas. Unos pasarían de México al Oriente, vía Acapulco; otros se quedarían a trabajar en México. La real flota española, que salía solamente una vez al año, los esperaba en el puerto de Cádiz.


El barco salió de Génova con las blancas velas henchidas. La brisa marina era suave y vigorosa, como la esperanza. Pero el mar es traicionero. Un día el cielo se puso negro y las olas comenzaron a levantarse amenazantes. La tempestad se desató furiosa y traía a la pequeña nave a la deriva en medio del Mediterráneo. El compañero de Kino, el Padre Antonio, se mareó horriblemente. Kino tenía estómago de marino y veían compasivamente a su compañero pálido y demacrado; y al mismo tiempo pensaba con cierta maliciosa ilusión: "Este hombre nunca podrá llegar hasta China y yo estoy dispuesto a tomar su lugar”.


La tormenta pasó: No fue catastrófica, pero hizo perder a los viajeros un tiempo precioso. Ellos pensaban ansiosos en la flota que los esperaba en Cádiz.


Cuando tornó la calma y el mar parecía como de seda azul, aparecieron en el horizonte unas naves misteriosas. Eran naves de piratas argelinos que por aquellos tiempos "trabajaban” en el Mediterráneo. El barco de Kino comenzó a desviarse, huyendo del peligro; y después de muchos largos rodeos logró esquivar a las naves enemigas. Pero, por segunda vez, los viajeros sintieron que perdían el tiempo que necesitaban para alcanzar la flota.


Pasaron el estrecho de Gibraltar. Ya estaban cerca de Cádiz. Si los misioneros hubieran podido, se hubieran tirado al agua para empujar la nave y apresurar la marcha. Sin embargo, durante la noche, el piloto perdió el rumbo. Por espacio de muchas horas estuvo navegando en sentido contrario. Cuando por la mañana se dio cuenta de su error, la nave había perdido un día entero de camino. Aquello era para desesperarse.


Finalmente llegaron frente al puerto de Cádiz. En la cubierta del barco, los 19 misioneros sonreían felices. La brisa del atardecer agitaba levemente sus cabellos mientras escudriñaban los acantilados, las playas y el mar. Allá en el horizonte, como blancas gaviotas sobre el océano, se divisaban las velas de más de cuarenta naves que se hacían cada vez más pequeñas. Luego, se perdieron poco a poco en la bruma azul de la lejanía. Eran las naves de la flota española que habían zarpado para Nueva España sin esperar a los misioneros.


Algo debió haberse visto en el rostro ya bronceado de Kino: una mueca, una sonrisa amarga, o una lágrima; porque la próxima flota para América tardaría en salir nada menos que un año. Un año como un siglo.


Es cierto que también otros barcos zarpaban con relativa frecuencia, pero cobraban mucha más de lo que el padre Kino podía pagar, y además y sobre todo, transportaban negros para venderlos como esclavos, y esto esta algo que el misionero no podía soportar. Kino tuvo que resignarse a pasar un año en España, esperando.

 

|04|
El Naufragio


Había otro que también se jalaba los cabellos con aquel contratiempo. Era el padre Procurador, es decir, el encargado de los gastos de los misioneros. Tenía que buscar la manera de mantener a aquellos 19 hombres durante todo un año. Por eso les procuró trabajo en Sevilla.


En esta ciudad, Kino aprovechó el tiempo. Aprendió bien el español; se documentó en los ricos archivos de aquella ciudad que todavía posee la más abundante colección de documentos antiguos sobre Nueva España; adquirió, y hasta fabricó él mismo, algunos aparatos científicos para sus futuras exploraciones; y se relacionó con gentes que podían ayudarlo en sus trabajos. Por cierto que entonces fue cuando regaló un reloj de sol, hecho por él mismo, al padre Tirso González. Kino tenía buen ojo: aquel padre González llegó a ser después nada menos que el padre General de todos los jesuitas del mundo, y unas gran palanca que ayudó a Kino en las graves dificultades de su misión.


Kino es un modelo para aquellos jóvenes impacientes que no saben esperar y pierden el tiempo en estériles lamentaciones o en rebeldías destructoras. Un misionero no se improvisa aunque sea universitario. Debe adquirir muchos conocimientos sobre el terreno donde va a trabajar. Debe, si quiere ser útil, aprender el idioma, conocer las costumbres, la cultura, la política, la geografía y hasta las industrias y el comercio de la región que desea ayudar. Para esto no había en Europa mejor sitio que Sevilla donde se tramitaban casi todos los asuntos de Nueva España, y por donde pasaban casi todos los españoles que, cruzando el mar, iban o venían del Nuevo Mundo.


El inteligente profesor era también un hombre práctico y supo sacar provecho de esta privilegiada situación que su "mala suerte” le había deparado. Se preparó mejor. Trabajó duro. Aprendió algunas pequeñas industrias caseras y hasta reunía rosarios, medallas, cruces y una buena variedad de objetos que podían gustar a los indios. Pero en sus ratos libres o en sus noches de insomnio, no dejaría de pensar, anhelante, en la partida de la próxima flota que debía llevarlo, a través del Océano, a la tierra de sus ensueños.


Pasó un año y vino otra vez la primavera. Un día del mes de marzo Kino y sus compañeros reciben una gran noticia. Un barco llamado el "Nazareno”, sale para América y puede llevarlos. Rápidamente reúnen sus cosas y viajan desde Sevilla hasta el puerto de Cádiz; mas al llegar al puerto se encuentran con que el dichoso "Nazareno” partirá dentro de tres meses, junto con otra flota. Otra vez la prueba desesperante de esperar.


Por fin, el once de julio, la atrevida flota de veleros se lanzó a cruzar el Atlántico. El "Nazareno” iba rápido sobre las ondas. Los misioneros estaban más contentos que nunca, con esa alegría que se mezcla con la nostalgia de todas las despedidas. Nunca volverían a ver aquellas playas que ahora veían alejarse poco a poco... Ya casi no se distinguían las casas de Cádiz. ¡Adiós para siempre!


De improviso, se sintió un estruendo y una violenta sacudida. La nave se cimbró como si hubiera recibido un impacto de cañón. Muchos cayeron al suelo. El barco se había estrellado con una de esas rocas traicioneras que están bajo la superficie el mar. Por una grieta del casco el agua comienza a penetrar en oleadas. Los viajeros saltan rápido a las lanchas salvavidas y en ellas se arrojan al mar. Remando trabajosamente se dirigen al puerto y llegan al caer la noche.


El Procurador "procura” otras lanchas y en ellas, a las dos de la mañana, los misioneros tratan de alcanzar a los demás barcos de la flota. Reman como desesperados sin pensar en el peligro de las olas que en las sombras de la noche parecen negros y gigantescos fantasmas. Por fin, dan alcance a las naves; pero no todas pueden admitir más pasajeros. Doce misioneros no tienen suerte y, a pesar de las súplicas, no son admitidos en la flota. Entre ellos está Kino. Desde sus lanchas miran con pena que las naves se alejan sin ellos y, tristemente, regresan a Cádiz... a esperar otro año... otro siglo.

 

|05|
Una Duquesa En Su Camino


Un profesor Kino parecía "un hombre marcado”. Había perdido el barco por segunda vez; perdió también en el naufragio casi todas sus pertenencias y su equipaje científico que con tanto esmero había preparado; perdió hasta el pasaje que había pagado al infortunado barco "Nazareno”... pero no perdió la esperanza. Se dedicó inmediatamente a rehacer su equipaje perdido; se ocupó mucho tiempo en cuidar enfermos durante una epidemia que hubo en Cádiz; y trató algunos asuntos importantes relativos a su futura misión, que cada vez se veía más difícil y más lejana. No sabemos si en algún momento de amargura sintió la tentación de regresar a su querida Universidad. Lo que sí sabemos es que hizo algunos intentos por variar su destino.


Entre sus compañeros de aventura, estaba también el padre De Angelis. Este afortunado misionero se dirigía a China y viajaba con gastos pagados, por cuenta de una gran señora de Madrid, la duquesa de Aveiro y Arcos. Para no imaginarnos a una mujer gorda y sofisticada, conviene saber que se llamaba María Guadalupe (Lupita) de Lancanster. Tenía sangre inglesa y portuguesa y esta extraña combinación debió haber producido algo exótico. Estaba casada con un Duque español. Ella había heredado de sus padres nada menos que dos ducados, y su esposo había contribuido con otro ducado más para formar una de las fortunas más ricas de España.


Esta mujer, tres veces duquesa, empleaba buena parte de su dinero en ayudar a los misioneros que iban al Oriente. Durante aquel largo año de espera el padre De Angelis fue a Madrid a visitar a su generosa protectora. Esta le comunicó que deseaba patrocinar a otro misionero más que fuera a China, y que él se encargara de encontrarlo entre sus conocidos. El padre De Angelis no tenía mal gusto y, entre sus 18 compañeros de viaje, eligió a Eusebio Kino. Habló a la duquesa de su amigo elogiándolo mucho y la duquesa lo admitió encantada entre sus protegidos. Y en Kino volvió a despertarse la vieja ilusión de su infancia: ir a la grande y misteriosa China.


El envío de misioneros, para bien o para mal, era el rey quien pronunciaba la última palabra. Kino escribió entusiasmado a sus superiores sobre esta oportunidad; pero ellos, como suele suceder todavía, callaron olímpicamente.


El hombre impaciente tuvo que disciplinarse; pero cuando se encontraba en Cádiz, después de su segundo fracasado intento de ir a América, escribió a la duquesa pidiendo apoyo. Kino era franco y abría su corazón. La soñadora mujer quedó como hechizada con aquella carta y le respondió inmediatamente prometiéndole mover todas sus palancas. Y le siguió escribiendo con tanto entusiasmo que mientras Kino le contestaba una carta, ella le escribía tres. El inocente padre no se imaginaba que algunos siglos después, una Universidad americana pagaría más de trescientos dólares por cada una de las páginas de aquellas cartas que escribía la duquesa.


La Duquesa se comprometió a conseguirle un barco en Portugal, y a pagarle el pasaje por África y la India hasta China. Pero los superiores de Kino permanecieron inflexibles en su decisión de enviarlo a México, y al protegido de la gran Duquesa no le quedó otra esperanza que la tendencia al mareo que tenía su amigo el padre Antonio con quien había jugado el famoso volado "México China”. Este misionero que nada tenía de marinero, podía sentirse tan malo en su travesía de España a Veracruz que tal vez renunciara espontáneamente a la más larga travesía entre Acapulco y Filipinas. Entonces Kino podía ocupar su puesto para ir a China.

 

|06|
Bajo Los Signos De Un Cometa


Mientras los misioneros estaban en Cádiz esperando la salida de la siguiente flota, apareció en el cielo de la tarde un cometa extraordinario que se dejó ver durante muchas semanas. Kino también era astrónomo. Desempacó su telescopio y por espacio de casi dos meses se dedicó a observar aquel fenómeno celeste. Anotó con exactitud sus movimientos, y las observaciones que entonces hizo y escribió y después publicó, todavía son útiles para los astrónomos que estudian dicho cometa. Este cuerpo celeste aparece cada 575 años y volverá a contemplarse el año 2256.


A pesar de las siniestras predicciones hechas con motivo del cometa, Kino y sus compañeros se embarcaron para América el 27 de enero de 1681. No sabemos los detalles del viaje, pues varias cartas de Kino todavía no se han podido encontrar. Pero sí sabemos que el viaje duró tres largos meses. Llegaron a Veracruz y Puebla, y un día pudieron contemplar la gloriosa majestad de los volcanes y el húmedo valle de la ciudad de México.


Kino cayó parado en la Corte del Virreinato. Traía consigo una carta de su desconocida Duquesa para la Condesa de Paredes, es decir, para la misma esposa del Virrey. Las palancas comenzaban a funcionar. Trabó amistad con los mejores profesores de la Universidad de México y con los más destacados funcionarios civiles y religiosos. Parece que también causó sensación entre las damas, pues Sor Juana Inés de la Cruz le dedica uno de sus inspirados sonetos. El hombre quiso aprovechar su privilegiada situación e hizo otro intento para ser enviado a China; pero el Provincial de los Jesuitas en México ya le había asignado otro destino: la misteriosa y esquiva California.


El poco tiempo que permaneció en la capital fue muy bien empleado. En los archivos del Virreinato y del Colegio Máximo recogió más datos sobre Nueva España y especialmente sobre California. Sus conocimientos adquiridos en este período están patentes en un mapa que hizo entonces, describiendo todas las misiones de los jesuitas en Nueva España. Allá, muy al Norte, estaba California: de vagos contornos, inexplorada, casi desconocida. Junto a ella, otras regiones que ni siquiera tenían nombre, pero sí muchas leyendas de montañas de oro y de indios indomables. Esperaban a un hombre que les llevara la luz...


Todavía le sobró tiempo para redactar y publicar, a instancias de sus amigos, un sustancioso folleto sobre el cometa de aquel año.


En el mes de octubre, y con el título de Cosmógrafo Real, salió para Guadalajara con el fin de recoger sus credenciales eclesiásticas, pues California dependía entonces del Obispado de Guadalajara. Debía partir en la expedición del Almirante Atondo quien se encontraba en las márgenes del río Sinaloa preparando las cosas necesarias para la arriesgada empresa. El misionero, que tanto había esperado aquel momento no quiso entretenerse en la perla tapatía y pronto partió hacia el Norte, a reunirse con el Almirante. Tenía que recorrer unos mil kilómetros a caballo.


Poco a poco, en fatigosas jornadas a través de sierras inhóspitas y de costas ardientes, se iba acercando al objetivo de su vida: ser misionero de verdad. Pero ¿no estaría ya demasiado viejo? Su larga permanencia en España lo habían hecho pasar de los 33 años a los 36. La primavera de la vida, que con sus explosiones de entusiasmo y sus sueños color de rosa nos hacen resistentes al cansancio, ya se había quedado muy atrás.


Sin embargo, con ímpetus juveniles, Kino prosiguió sus jornadas hacia el Norte. Cruzó ríos caudalosos como el Santiago, el San Lorenzo, el Humaya. Se fue internando en regiones cada vez más salvajes y menos confortables, alejándose de la civilización. Los escasos poblados que encontraba, pequeños y muy pobres, en nada se parecían a la ciudad de México, ni a las cultas poblaciones de Alemania, ni a Ingolstat donde se encontraba su lejana Universidad.


Y así, un día llegó a las márgenes del río Sinaloa. Al otro lado del río, estaba el suspirado campamento del Almirante Atondo. Finalmente había llegado. Desde la orilla opuesta, el cansado viajero contemplaba satisfecho las cabañas improvisadas y el humo apacible de las fogatas; pero advertía también una empeñosa actividad. Se veían hileras de gruesos troncos traídos de la sierra, montones de madera labrada en el campamento, hombres que trabajaban de carpinteros y algunas fraguas donde los herreros martillaban el hierro. Todo aquello parecía un gran taller de la jungla. Cuando Kino pasó el río y llegó al campamento, supo que el Almirante, después de grandes trabajos y muchos problemas, apenas había logrado comenzar la construcción de los tres navíos que necesitaba para la expedición a California. Había que seguir esperando, pero... ¿por cuánto tiempo?...

 

 

/

|07|
Las Sirenas Cantan En California


Hacía casi doscientos años que los españoles trataban de conquistar y colonizar Baja California. El primero que lo intentó fue el mismo Hernán Cortés y fracasó, gastando una fortuna. Poco después, los barcos de Alarcón partieron también para la misma conquista y nunca regresaron. Fracasaron igualmente el célebre Vizcaíno y otras muchas expediciones. Las desconocidas corrientes del golfo, o las tormentas inesperadas, o los indios indómitos acababan con todas ellas. Muchos ambiciosos pescadores de perlas, que organizaban expediciones por su cuenta, quedaron en el fondo del mar. Después de casi dos siglos, California seguía inconquistable. Millones de pesos y muchas vidas se habían perdido. El único resultado fue el odio y la desconfianza de los nativos ante el cruel comportamiento de aquellos hombres blancos que de vez en cuando manchaban sus playas.


Cuando uno contempla la Baja California, el territorio más reseco de toda la República, con sus ariscas montañas de rocas sedientas, con sus montes de cactus y de espinos, uno se pregunta asombrado: ¿Por qué tanto interés en conquistarla? La respuesta es muy clara: porque entonces, nadie la conocía por dentro. Nadie la había explorado. Solamente eran conocidas algunas de sus playas y el fascinante misterio de sus leyendas.


Decía la leyenda que el Mar de Cortés (ahora Golfo de California) se prolongaba hacia el Norte hasta un estrecho llamado Anián. Por esa ruta se podía llegar hasta Europa. Las grandes potencias deseaban poseer este magnífico camino que les ahorraba el largo viaje hasta el Estrecho de Magallanes, cerca del Polo Sur.


Además, España necesitaba con urgencia un puerto en ese litoral del Pacífico: un puerto que sirviera de descanso y protección a los navegantes que venían de Filipinas atravesando el más ancho de todos los mares, cansados y enfermos, y amenazados constantemente por temibles piratas de potencias extranjeras. Transportaban en la famosa Nao de China preciosos cargamentos y mercancías orientales por valor de muchos millones. Necesitaban un puerto seguro a lo largo de la costa de California.


Finalmente se hablaba mucho, entonces, de las fabulosas riquezas de California. Se contaba que abundaban el oro y la plata, las esmeraldas y los diamantes, y sobre todo, las perlas: unas perlas como nunca se habían visto en el mundo, y que se encontraban por centenares en sus plácidas costas al alcance de la mano... Pocos podían resistir el hechizo de las perlas.


Estas eran las sirenas de California que atraían con su canto las ambiciones del Gobierno Español y de muchos aventureros. Por eso, a pesar de los costosos fracasos anteriores, y no obstante los grandes peligros de aquel mar desconocido, se preparó un nuevo proyecto de conquista y colonización. Fue el Almirante Atondo, gobernador de Sinaloa y Sonora, el encargado de la expedición. Más de dos años tardó en preparar la empresa. No era nada fácil. Tenía que comenzar por construir las embarcaciones necesarias.


El pueblo del Nío sobre el río Sinaloa es ahora un pueblo insignificante; pero entonces, Atondo le había dado la vida de un verdadero astillero. Allí estaba Kino en la primavera de 1682. Él era el científico de la expedición. Ayudaba a los preparativos y al mismo tiempo esperaba, seguía esperando realizar su quimera. También a él le cantaban las sirenas...

 

|08|
A Los 37, Su Primer Amor

 

Más de un año duró la construcción de los tres barcos. Kino, siguiendo su costumbre, no perdió el tiempo. Aprendió mucho de técnica naval; recorrió las misiones jesuitas de la región obteniendo preciosos conocimientos y logrando ayuda material para su futura misión; escribió informes a sus superiores; escribió también a la Duquesa ultramarina, aunque ahora no con tanta frecuencia como antes, pues la correspondencia tardaba varios meses en llegar a Europa; y parece que realizó algunos viajes hasta Guadalajara con el fin de arreglar asuntos como el siguiente:
 

El Obispo de Durango sostenía que a él, y no al Obispo de Guadalajara, correspondía la jurisdicción eclesiástica de California. Kino era hombre práctico y, por las dudas, aunque ya tenía permiso de Guadalajara para misionar, obtuvo la licencia del Obispo de Durango. El Prelado tapatío se sintió ofendido y parece que Kino tuvo que ir a darle explicaciones. También entonces las exigencias burocráticas y las ambiciones personales dilataban la ejecución de las empresas nobles. Ninguno de los dos obispos sabía lo que California tenía por dentro. Nadie lo sabía. Pero todos esperaban algo...
 

En octubre de 1882, los barcos quedaron terminados. "No sabemos, dice humorísticamente el profesor Bolton, cuál señorita de Sinaloa estrelló la botella de champán sobre los cascos de los nuevos veleros, para inaugurarlos”. No lo sabemos; pero el gusto debió ser muy grande para todos al ver a los flamantes navíos mecerse por primera vez sobre las ondas. Sin embargo, aún no llegaba el momento de la partida definitiva. Zarparon hacia el Sur, hacia el puerto de Chacala (Nayarit) para abastecerse de provisiones y tantas otras cosas necesarias para establecer una colonia en tierras desconocidas y hostiles. Chacala, por razón del río Santiago, estaba mejor comunicada con la Capital del Virreinato.
 

Con el padre Kino iba el padre Goñi, misionero de Yécora (Sonora). También había sido nombrado misionero en esa empresa, el padre Suárez, el cual nunca se presentó. Dicen que el P. Suárez contaba que, cuando se dirigía a Chacala, se le apareció un santo en el camino, y que este santo le comunicó que no tomara parte en la expedición; que aquello era muy peligroso y un verdadero fracaso... Bonita fórmula piadosa para disimular el miedo.
 

Las tres naves construidas por Atondo e mecían impacientes en la bahía paradisíaca de Chacala. Eran la Almiranta, la Capitana y la Balandra. Poco a poco, trabajosamente, a través de las serranías y la selva tropical, iban llegando las provisiones, las herramientas, las armas y tantas otras cosas requeridas en la empresa. Pero el piadoso padre Suárez no llegaba. Tampoco llegaban algunos marinos expertos que habían sido enviados para auxiliar tan arriesgada navegación. Atondo no quiso esperar más y el 17 de enero de 1683, dos naves, la Almiranta y la Capitana se hicieron a la vela rumbo al Norte. La Balandra se quedó en Chacala esperando a los retrasados.
 

Entonces sucedió algo como para desesperar al más paciente: algo que entonces sucedía con frecuencia y que la historia no subraya, pero que en la vida real ponía a prueba el ánimo de todos los antiguos navegantes. El Océano Pacífico no es muy pacífico. Recios vientos contrarios hacían retroceder y batallar a la pequeña flota. Tal vez hicieron falta los marinos expertos que no se presentaron. El caso es que los dos barcos de Atondo tardaron casi dos meses en llegar de Chacala al río Sinaloa. Dos meses para un recorrido que ahora hacemos fácilmente en un día por carretera. Dos largos meses que para Kino fueron como siglos.
 

Finalmente, el 18 de marzo, se lanzaron a cruzar el Golfo para llegar a California desde el río Sinaloa. Otra vez tuvieron que luchar contra vientos huracanados y corrientes traicioneras. Después de cinco días de penosa navegación, los pequeños veleros todavía se encontraban danzando angustiosamente frente a las costas de Sinaloa. Los cansados viajeros, impotentes contra la naturaleza, seguían mirando con rencor las mismas playas.
 

Pero con la primavera llegaron los vientos favorables y renacieron las esperanzas. La flota comenzó a avanzar y, en la mañana del 1º de abril (1683), aclararon en la bahía de La Paz, ya en las costas californianas.
 

Después de tantos años de paciente espera, Kino era ya un auténtico misionero. Estaba ya en tierras paganas, era el primer emisario de la Fe y de la civilización en aquellas costas; estaba frente a una tierra nueva, desconocida, huraña y virgen, que debía conquistar. Ella fue su primer amor de misionero y nunca en su vida la pudo olvidar. El hombre impaciente que supo esperar, había llegado finalmente a las playas de sus ensueños... Pero aquello, sólo era el principio...

 

CAPÍTULO II
EL HOMBRE QUE SABÍA SUFRIR

 

|09|
El Idioma del Corazón.
En La Paz, Baja California


Los dos veleros anclaron cautelosamente en la bahía de La Paz el 1º de abril de 1683. Atondo no se atreve a desembarcar sin antes explorar. En aquellas mismas costas los indios californianos habían matado años antes, a 18 españoles que iban con Vizcaíno. Los primeros días se dedican a reconocer en lanchas, la bahía y sus contornos. Hasta el día 5 desembarcan. Escogen para su colonia un sitio junto a un manantial; a un lado de un hermoso bosque de palmeras. Comienzan luego a construir un pequeño fuerte para su defensa, una capilla para orar y un huerto para asegurar su esperanza.


Kino espera ansioso a los indios. Estos no aparecen por ningún lado. En dondequiera que explora encuentra una deprimente soledad.


Pero un día, mientras todos trabajan (Kino fabrica un altar), se escucha en la floresta una gritería salvaje. Son los indios guaycuros que vienen en plan de guerra. Impulsados por el instinto de conservación los españoles se lanzan sobre sus arcabuces y se ocultan tras los parapetos. Los feroces nativos, armados con arcos y con flechas, gritan enfurecidos: "Aurik, Aurik” (fuera, váyanse). Los soldados les contestan por señas, que vienen en son de paz, que no quieren hacerles daño, que depositen sus armas en el suelo y ellos harán lo mismo en señal de concordia...


Los indios, naturalmente, se niegan a hacer lo que se les pide. La sangre va a correr. De pronto, Kino y Goñi brincan los parapetos y salen a campo abierto, al encuentro de los amenazantes indígenas. Llevan en sus manos algunos obsequios como galletas, maíz, collares. Los ofrecen amistosos a los indios. Estos, desconfiados, les exigen que los dejen en el suelo. Ellos los dejan y se retiran un poco. Los guaycuros recogen aquellas cosas... después poco a poco, se acercan a los padres y reciben lo que resta de sus propias manos. Instantes más tarde, los soldados españoles ven con asombro, cómo aquellos indios desnudos y salvajes, que no venían precisamente a pedir limosna, entregan a los padres, como regalos, pencas de mezcal "tatemado”, algunas redes para pescar y plumas de colores. Kino ha comenzado a ejercer la magia con la que siempre hechizó, durante toda su vida, a los indígenas más remotos y obstinados.


Los nativos regresaron, amigables y pacíficos, los días siguientes. Los padres les enseñaron a trazar la señal de la cruz. No podían enseñarles gran cosa; pues se entendían sólo por señas. Hernán Cortés tuvo a la inteligente y coqueta Malinche como intérprete. Los misioneros del Continente encontraban con facilidad buenos traductores indios. Pero, ¿quién conocía el idioma de aquellos guaycuros que vivían completamente aislados en la península? Kino y Goñi tuvieron que comenzar por tratar de aprender aquel idioma por medio de señas. Andaban con el tintero y la pluma en la mano escribiendo cada palabra que escuchaban, preguntando, deduciendo, adivinando. Pero se habían ganado a los indígenas y éstos cooperaban. Hay un lenguaje del corazón que todos los humanos entienden. Era cuestión de paciencia y tenacidad.


En el huerto recién plantado, el maíz, las calabazas, los melones, estaban creciendo. Los pequeños árboles frutales echaban sus primeros retoños. En la noche de California iba a brillar de un momento a otro, una nueva aurora...

|10|
La Cruz o la Espalda


Pero no todo era vida y dulzura en la ensenada de La Paz. En las exploraciones que los colonizadores hicieron por los campos vecinos, no encontraron sino peñascales hoscos y lomas áridas. Los víveres se iban acabando. Se ayudaban un poco con la pesca; pero finalmente tuvieron que enviar a la nave "Capitana” hacia Sonora, en busca de provisiones. Lo peor del caso era que los indígenas comenzaban a robar algunas pertenencias de los españoles.


Atondo quiso intimidarlos con una demostración. Invitó a los mejores arqueros guaycuros; les dijo que dispararan sus flechas contra un escudo español que había colocado sobre un esqueleto de ballena que estaba tirado en la playa. Las flechas rebotaban en el escudo o saltaban hechas pedazos. Los indios no podían creerlo, pues ellos, con sus flechas, atravesaban un venado.


El Almirante ordenó después a uno de sus soldados, que disparara su arcabuz contra el mismo escudo. La bala perforó el escudo e hizo astillas los huesos de ballena que los sostenían. Los nativos comprendieron la lección y se mostraron más respetuosos de las cosas ajenas.


Mas aquello no duró mucho. Los guaycuros se sentían retados. Además, no les había agradado que los españoles hicieran amistad con la tribu de los coras, que eran sus enemigos. La tensión aumentaba a cada instante. Un día se presentaron más de cien guaycuros armados y amenazantes. No atacaron. Sólo querían atemorizar con su número a la pequeña guarnición española y obligarlos a embarcarse en la única nave que les quedaba. Ya desde entonces se usaba la guerra de nervios.


Otro día un indio, no sabemos por qué, flechó a un español y fue arrestado. Horas después llegó el rumor de que los guaycuros habían matado a un marinero. Al siguiente día se presentó al campamento una pequeña banda de 16 indígenas. Iban en son de paz; pero Atondo y los soldados, ya presos del pánico, pensaron que venían a rescatar al prisionero y les tendieron una trampa: Atondo los invita a comer pozole. Los indios se sientan confiados y felices, y cuando están saboreando contentos su pozole, el Almirante ordena disparar contra ellos el cañón. Tres indios caen muertos y los demás huyen dejando un rastro de sangre en el camino... ¿Qué le había sucedido al buen Almirante que no tenía fama de cruel?... Misterios del corazón humano que tantos males han traído a nuestro mundo.


Desde entonces, dice Kino, "nosotros estábamos llenos de pena y de temor... durante todo el día y principalmente la noche... Miles de indiios podían venir de un momento a otro a tomar venganza... Bastaba con prender fuego el hermoso palmar para aniquilarnos”.


Además, La Balandra todavía no llegaba de Chacala. Ni la nave Capitana regresaba de Sonora, y las provisiones eran cada vez más escasas. Por estar siempre en estado de alertas, no podían ni siquiera salir a pescar... Por eso, el 15 de julio de 1683, los colonos abordaron sigilosamente su navío y tristemente, vergonzosamente, se hicieron a la mar. Cruzaron el Golfo, y el día 21 ya estaban en Agiabampo, Sonora, dejando a la desamparada California en una noche más negra que la anterior. Kino seguía siendo un "hombre marcado”. Sus primeros queridos indios, tal vez lo odiaban... y él sabía la profunda razón: La espada y la cruz nunca han sido buenas compañeras; porque la espada mata y la cruz nos exige morir por los demás... Dijo alguien recientemente: "No se puede hablar de paz, con las armas ofensivas en las manos”. Es cierto que el hombre marcado no llevaba espada; pero había, de todos modos, sufrido las consecuencias y tenía que volver a comenzar.

 

|11|
Cerca de Loreto, Baja California


Con el fracaso anterior, ni los misioneros, ni el mismo Atondo se desanimaron. Atondo había invertido casi toda su fortuna en aquella empresa de colonizar California.


Por más de dos meses Kino recorre las misiones de Sinaloa pidiendo ayuda para una nueva expedición. Lo mismo hace el P. Goñi en el río Mayo. Atondo empeña sus joyas y hasta vende su propia ropa. Logran así equiparse mejor que antes. Ahora llevan también caballos y algún ganado. Y el 29 de septiembre del mismo año las dos naves zarpan hacia una nueva aventura.


No se atreven a regresar a La Paz y siguen mucho más al Norte. En siete días llegan a un lugar donde Guzmán, el de la Capitana, había visto un río grande. Eso queda al sur de la actual Santa Rosalía. En lugar de un gran río encuentran un arroyo tan seco, que tienen que caminar una legua para encontrar agua, escarbando en la arena. Mientras descansan a la sombra de unos árboles, salen de entre el monte unos veinte indígenas. En paz y sin temor alguno se acercan y se sientan entre ellos. Kino concibe muchas esperanzas con aquellos indios tan amigables y confiados. Los nativos ayudan voluntariamente a cortar zacate para los caballos y acompañan al grupo hasta la playa.


En los días siguientes, los expedicionarios buscan un sitio apropiado para construir el Fuerte y la Misión. Comienzan los trabajos con entusiasmo. Los indígenas, cada vez en mayor número, vienen y ayudan a cambio de alimentos.


Desmontan un terreno y siembran maíz, trigo, calabazas, etc. Los barcos con frecuencia cruzan el Golfo y van al río Yaqui y se abastecen en aquellas prósperas misiones. Kino manda traer de allá árboles frutales: granados, membrillos, duraznos, etc. etc. Y se planta un huerto y gran variedad de legumbres. El mismo Kino cruza el Golfo y trae del Yaqui más caballos y más provisiones.


Mientras tanto, los misioneros recorren las miserables rancherías indígenas. Los nativos son tan pobres que a veces sólo se alimentan de pitahayas y raíces. Cuando los misioneros les regalan maíz, ellos se lo comen como si fueran dulces. Los padres aprenden poco a poco un nuevo idioma. Llega después otro misionero, el padre Copart. Ya son tres. Este nuevo padre toma las cosas con tanto empeño y tanta inteligencia, que al poco tiempo logra escribir un catecismo en aquel idioma extraño de los indios.


Los nativos se interesan por la religión. Asisten hasta dos veces diarias a la instrucción sobre Dios, el Cielo, Jesucristo, etc. Aquellos pobres aborígenes, que tanto sufren y luchan en este mundo, pueden ahora consolarse al menos con la esperanza de una vida mejor.


Y no se descuidan las exploraciones. Una alta serranía, con precipicios cortados a pico, les impide alcanzar la otra costa de la península. Kino encuentra un paso a través de la agria montaña y logran cruzar, por primera vez en la historia, la Baja California. El misionero, que también es cosmógrafo real, hace un mapa detallado y precioso de toda aquella región.
 

La Misión que ha fundado se llama San Bruno... Más allá, donde las tierras son más prometedoras, fundan otra misión llamada San Isidro. Algunos indios aprenden a usar ropa, y muchos conocen las principales verdades de la Fe y saben rezar. La vida es dura; pero la misión progresa. Con frecuencia se ve a Kino con un indito montado en las ancas de su caballo. Todos lo quieren y le tienen confianza. California comienza a vivir mejores días.

 

|12|
Lágrimas de una Quinceañera


Kino bautizó muy pocos indígenas en San Bruno, porque juzgaba que aún no estaba completa su instrucción. También temía por el futuro de la Misión. Pasó el invierno y no llovió. Llegó la primavera y el verano de 1684, y el suelo seguía sediento. Ni una gota de agua caía del cielo. Tuvieron que regar los sembrados a pulso, con el agua de los pozos. Así, con grandes esfuerzos, lograron salvar una parte de la siembra. Los tallos tiernos y las hojas verdes, parecían más que nunca esmeraldas en la llanura reseca. Habían costado tanto sudor... Pero un día vino una tormenta de arena y aquellos prados verdes se convirtieron de pronto en un desierto calcinado.


Había que sembrar otra vez. Tuvieron que hacerlo. Y a fuerza de trabajo, los campos volvieron a vestirse de verde. Mas el invierno trajo muchas heladas y las tiernas plantas no resistieron; ateridas, marchitas, se volvieron basura de la estepa. Además, no llovía. Ni la primavera del 85 fue primavera. Dieciocho meses sin lluvia, como en los tiempos de Elías. Entonces, comenzó el calvario.


Gracias a las provisiones traídas del Yaqui, no se mueren de hambre. Tienen también que alimentar a muchos indios. El porvenir se ve muy triste y entonces deciden enviar al padre Copart hasta la ciudad de México, a pedir auxilio. El padre lleva con él a tres niños indios para que la gente de México vea que son seres racionales, trabajadores, inteligentes y dóciles.


Pero el Virrey está muy disgustado. Ha gastado más de 250 mil duros (varios millones de pesos), en California; y no ha conseguido nada; no le ha llegado ni siquiera una perla... y el padre Kino ha bautizado sólo unos cuantos indios... Por eso no recibe al P. Copart. Ni siquiera desea recomendarlo. Y el padre Copart tiene que andar por los pueblos, con sus tres niños indios, pidiendo una limosna para California.


Mientras tanto, allá en el Norte, el mar se pone tempestuoso y las provisiones que vienen del Yaqui no pueden llegar a San Bruno. Para el colmo en los pozos de San Bruno el agua se vuelve salada. El espectro el hambre y de la muerte ronda por la Misión. Algunos colonos mueren de escorbuto; otros, unos 39, caen enfermos: se paralizan extrañamente. Son pocos los marinos y los soldados que pueden moverse. Es preciso nacer algo. Se organiza una junta de oficiales y se decide abandonar la Misión; ir a Sonora o Sinaloa a reorganizarse; buscar después otro sitio más apropiado; y pescar perlas para compensar algunos gastos.


El día 8 de abril de 1695, hubo muchas lágrimas en la Misión de San Bruno. Tristes y silenciosos los nativos ayudaron a embarcar el viejo equipo de la Misión y del Fuerte. Caritativamente acarrearon el agua necesaria desde varios kilómetros de distancia, desde la Misión de San Isidro. Al subir a los enfermos a las naves, ya podían decirles: "Hermanos, nos veremos en el Cielo”.


Las mujeres lloraban en la playa. Algunos niños subieron al barco deseando irse con los misioneros. Hubo que bajarlos a la fuerza. Atondo era el que mandaba y tal vez no podía hacer otra cosa. Una jovencita india de 15 años pedía a gritos que la llevaran. A su padre lo habían matado los españoles y ella estaba huérfana y sola en la llanura sedienta. Cuando se le dijo claramente que no podía ir, más de una lágrima debió brotar de los ojos de aquellos aventureros derrotados. Ellos sabían que algunos hechiceros siniestros y crueles caciques, se alegraban con la partida de los padres...


Los débiles colonos tuvieron que dejar varios caballos y algunas mulas. Los indios, para mitigar la pena del momento, dijeron en broma que los emplearían en cortar pitahayas. Pero con toda seguridad que más tarde los mataron y se los comieron.


Y los barcos partieron. El murmullo de los sollozos se perdía en el ruido de los olas, como la tristeza de un hombre se pierde en el gran alboroto de nuestro mundo. Kino dejaba en California un pedazo de su vida y de su corazón. ¿Por qué el destino lo trataba de esa manera? Esta pregunta la hacemos nosotros, no él. En la junta de oficiales, donde se decidió la partida, Kino se opuso tenazmente al abandono total de San Bruno. En su interior, estaba dispuesto a hacer todo lo posible por regresar. Mas por ahora, dependía del Almirante. Por lo pronto había que salvar los medios para reorganizar la expedición, y después... volver a empezar.

 

|13|
El Padre en Bahía Kino

El Almirante Atondo y el padre Goñi, en la Balandra, se dirigieron a Sinaloa para equiparse y poder pescar perlas. El Capitán Guzmán y el padre Kino en la otra nave, llevaron a los enfermos al Río Yaqui, precisámente a Torim, para curarlos. Los misioneros del Río y los mismos yaquis, los atendieron con extraordinaria solicitud. Kino llama a los yaquis: “pacíficos y nobles”, cosa inaudita para muchos mexicanos. Inaudita,  pero cierta. Mas todo esto pertenece a otra historia.


Mientras los enfermos se recuperan lentamente, Guzmán y Kino se lanzan otra vez al mar. Tienen la misión de buscar en California, otro sitio más habitable que San Bruno. Por seis días zigzaguean en las costas de la península, y nada bueno pueden encontrar. Todo es rocoso, ári¬do, desierto. Finalmente viran hacia la costa de Sonora, y la noche del 19 de Junio anclan en una bahía desconocida. Es una bahía sin nombres y sin historia. Es la que después ha de llamarse: Bahía Kino.


Al día siguiente, en una lancha, Guzmán sale a explorar la isla del Tiburón y los canales. Kino se queda para reconocer la bahía. Unos indios, que nadan como tiburones, se acercan al navio. Son los seria: la tribu más temida de todo el Noroeste. Y, cosa extraña, estos indios reciben al misionero con afabilidad y cuando se dan cuenta que el hombre blanco tiene sed, corren como venados a sus rancherías y le traen agua en abundancia. Kino desembarca y visita las chozas de los seria y se hace amigo de ellos. Las panteras del desierto han sido hipnotizada por la comprensión y la bondad.


Los fuertes vientos del Sureste obligaron a la nave a permanecer como cincuenta días en aquel sitio. Kino aprovechó el tiempo, y no sólo para bañarse en las playas hechizadas de la bahía, sino para tratar mejor con los seris. Nos dice en una de sus cartas: “Son un raza muy gentil”. Y en esta frase vislumbramos uno de los secretos de su magia: “mirar las cosas por su lado bueno”. He oído decir a algunos vacacionantes de Cerro Prieto: ‘‘son una raza muy apestosa”..
 

Kino celebró algunas misas en aquella costa (buen ejemplo para los clérigos), y cuando llegó el momento de partir, los seris le suplicaban que se quedara con ellos —“Te haremos una casa y una iglesia. Te traeremos agua, y pescado y hasta caballos”, le decían. Pero el misionero tenía un deber en otra parte. ¿Puede un solo corazón abarcar tantas cosas? Todo depende de las medidas del corazón. Es cierto, el corazón de Kino estaba ahora en California, en los desamparados indios de San Bruno; pero nunca olvidó a los Seris; él fue quien, con tenaz insistencia ante la corte Virreinal consiguió para los Seris sus primeros misioneros permanentes.

|14|
El Padre Kino en Acapulco

El velero partió de Bahía Kino el 9 de agosto. Llegó al río Yaqui donde recogió a los demás soldados y marinos ya completamente restablecidos; y se dirigió hacia el Sur, a Matanchel (Nayarit), lugar designado previamente para la reunión de toda la flota. Llegaron a aquel puerto tropical el 17 de septiembre. Allí los esperaba el Almirante.


Atondo y Goñí habían pasado todo ese tiempo pescando perlas, o mejor dicho, tratando de pescar perlas; porque había días en que recogían más de 500 ostras y no encontraban ni una sola de las codiciadas perlas. Después de más de dos meses de trabajo ímprobo y de muchos gastos y peligros, apenas habían reunido dos onzas y cinco adarmes de las furtivas lágrimas del mar. Un verdadero fracaso.


En Matanchel, Kino no se detuvo mucho tiempo a contemplar el fascinante paisaje tropical. Ensilló su caballo y se dirigió a Guadalajara con el objeto de suplicar a la Audiencia que no suspendiera la misión de California. Y no se suspendió por aquella vez. El misionero regresó a Matanchel más tranquilo; y la pequeña flota de tres naves comenzó a prepararse otra vez para una tercera aventura.


Pero de improviso, con el caballo renegrido de sudor, llegó a Matanchel un correo del Virrey. Se le ordenaba al Almirante Atondo salir inmediatamente con su flota hacia el Norte, a altamar, con el fin de encontrar y proteger a la famosa Nao de China.


La Nao de China era tal vez la nave más rica que bogaba entonces por los mares del mundo. Venía cada año desde Filipinas trayendo todos los primores del Oriente: de China, de Malasia, de la India. Su mercancía se valuaba en varios millones de pesos "de aquel tiempo”. Era la presa más codiciada por los piratas. Y en esos días, tres o cuatro bajeles piratas estaban al acecho escondidos en el puerto de Navidad (Jalisco), esperando el paso de la Nao de China, cuyos marineros y soldados venían enfermos y agotados, después de tan larga y difícil travesía por todo el Océano Pacífico.


Atondo con su aguerrida flota se dirigió a altamar. A los dos días pudo encontrar a la famosa Nao. Sus tres navíos se colocaron en sus flancos custodiando aquel tesoro y, con velas desplegadas, se dirigieron a Acapulco.


Cuando pasaron frente a la Barra de Navidad, donde estaban los piratas, todo el mundo en la flota se preparó a la defensa. Pero los bucaneros, o no vieron a la Nao que iba oculta por la pequeña flota, o no se atrevieron a atacarlo porque la vieron bien custodiada. El caso es que aquel día, la Nao de China, con todas sus riquezas, se salvó.


Kino tenía material para contar a su lejana duquesa, "una de piratas”, Y en efecto, le escribió diciéndole que tal vez por aquel servicio prestado a la Corona de España por su valiente flota, el Gobierno le seguirá ayudando en su misión de California. El peligro de los piratas era tan real que, después, aquellos lobos marinos despechados, asaltaron y saquearon los pequeños poblados de Mazatlán, Colima y Petatlán.


Una mañana, los ojos fatigados de los navegantes pudieron contemplar por fin la paradisíaca bahía de Acapulco. Bosques de cocoteros, plátanos, papayos y almendros, se retrataban en las profundas aguas azules... ¡Oh... si así fuera la bahía de San Bruno!... La llegada de la Nao era un acontecimiento nacional. Se anunciaba en todas las poblaciones importantes de la Colonia. En la Ciudad de México, las campanas de Catedral se echaban a vuelo. Se reunían entonces en Acapulco comerciantes de todas partes... y también cirqueros, trovadores, curiosos, aventureros, etc.


Llegaban compradores hasta del lejano Perú. Kino pudo contemplar entonces unos de los "festivales” más famosos del mundo. Había llegado en plena temporada de turismo...

 

|15|
Una Limosna Para California,
íPor El Amor De Dios!


Mas el inquieto jesuita pensaba en otras cosas muy distintas a los festivales de Acapulco. La orden del virrey, de custodiar la Nao, había nublado un poco las esperanzas del misionero. El virrey decía en su carta que daba aquella orden porque la flota nada tenía que hacer ya en California. Entonces... ¿se había suspendido la Misión? ¿Ya no pensaba el virrey prestar sus naves para la conquista de California? Kino recordaba, lleno de pena, a los centenares de indios que allá, en la estepa sedienta, suplicaban por lo menos el Bautismo. ¿Seguirían viviendo para siempre en aquel nivel infrahumano: sin ropa, sin casa ni alimentos, y sin esperanza?


No lo pensó mucho. Montó en su caballo para dirigirse a la capital del virreinato. Atravesó por abruptos caminos, la Sierra Madre del Sur. Pasó Taxco, donde vio a los indígenas acabarse la vida en las minas de plata; divisó otra vez la gloria de los volcanes; y en el mes de enero de 1686, lo encontramos en la ciudad de México.


Entrevistó al virrey, a los grandes de la Audiencia; a los más influyentes eclesiásticos. A todos convenció. Su abnegado amor le inspiraba los argumentos y las palabras. La colonización de California debía continuarse. Podía encontrarse otro sitio más propicio que San Bruno. El dinero gastado no debía asustarlos: se trataba de ensanchar las fronteras de México y los dominios del rey de España; se buscaba ante todo de llevar a aquellos desamparados nativos la cultura y la salvación... Todos quedaron convencidos. Sólo faltaba la aprobación del rey.


Pero allá lejos, muy lejos, en España, el señor el rey tenía otros problemas: estaba endeudado con Francia y exigía que le mandaran nada menos que medio millón de Nueva España, sabía de la rebelión de la Tarahumara y ordenaba sofocarla "aunque tenga que suspenderse la colonización de California”... Y la conversión de California se suspendió; y Kino tuvo que abandonar el campo estéril, regado con el sudor de casi cinco años. Era un misionero fracasado.


El Almirante Atondo regresó al seno de su hogar, desilusionado y desfalcado. Ni siquiera pudo llevar a su esposa un rústico collar de las soñadas perlas.


El padre Goñi desapareció silenciosamente de la escena; y tal vez se fue a ocultar su desconsuelo en las montañas de su querida misión de Yécora.


El padre Coppart, con sus tres pequeños indios californianos, se dirigía optimista a reunirse con la flota. Llevaba consigo las limosnas recogidas a base de largas caminatas y penosas humillaciones. Cuando recibió la noticia del fracaso y la suspensión de su añorada empresa, no pudo resistir: perdió la razón; se volvió loco... Quince años después todavía estaba demente; y tal vez, entre las brumas de su inocente inconsciencia, miraba todavía las dolientes siluetas de sus indios y murmuraba humildemente: "Dadme una limosna por el amor de Dios; una limosna para California, para California...”


Eusebio Francisco Kino, el hombre que sabía sufrir, resistió como pudo el golpe, y se quedó en la ciudad de México haciendo todo lo posible para preparar otra aventura... y volver a empezar.

 

CAPÍTULO III
CIVILIZADOR INCANSABLE

 

|16|
Hacia la Bahía Kunkak para Redimir a los Seris


Suspendida la misión de California en abril de 1686, Kino recordó a los indios seris que tan bien lo habían recibido en las costas de Sonora y que tanto le habían suplicado que se quedara con ellos. Además, los seris estaban muy cerca de Baja California. Estableciendo una misión entre ellos, fácilmente podía también socorrer a los necesitados californianos.


Propuso su plan al padre Provincial y éste le respondió que no había dinero. Kino prometió reunir los recursos necesarios y redactó una información y un anteproyecto sobre aquellas tierras, y presentó su escrito a los supervisores jesuitas, al virrey y también a la Condesa, la esposa del virrey.


Pocos podían resistir la elocuencia convencida y el entusiasmo contagioso con que el misionero presentaba sus proyectos. El virrey ordenó enviar y sostener tres misioneros: uno para los seris, otro para los de Guaymas; y un tercero para los pimas. Kino reorganizó su maltrecho equipo y se puso a esperar a un nuevo compañero que venía de España en la flota de aquel año. Mientras tanto, se dedicó a instruir en la religión a un grupo de piratas ingleses (eran 21) que se encontraban presos en la capital.


A fines de noviembre viajó a Guadalajara. Le urgía entrevistar a la Audiencia Real y al presidente. Quería que estos señores prohibieran terminantemente a los españoles, que sigu¡eran imponiendo trabajos forzados a los indios recién convertidos. Estos abusos, cometidos en las minas y en las haciendas, eran contra la Fe.


Kino pedía que al menos durante cinco años, los indios convertidos quedaran protegidos por la Ley contra los trabajos forzados. La Audiencia había recibido una instrucción real sobre este asunto, y entregó al misionero un documento que protegía a dichos indios no durante cinco años sino durante veinte. No a todos los españoles agradó que se moviera este viejo problema. Por eso el padre Eusebio se echó encima algunos poderosos enemigos que nunca dejaron de ponerle dificultades en su ya difícil camino.


Como el nuevo compañero tardaba en llegar, Kino ya no quiso esperar más tiempo, y apenas recibió el precioso documento, la misma noche de aquel día, salió en su caballo para el Norte hacia su gran destino.


Si supiéramos los detalles de su largo viaje, pasando por Compostela, Rosario, Mazatlán, Culiacán, Sinaloa, Álamos, etc., el relato iba a ser muy interesante. Nos imaginamos que durante aquellas interminables jornadas, iba repasando sus enormes experiencias adquiridas durante los cinco años anteriores y fraguado proyectos para sus próximas empresas.

 

|17|
En la Frontera de la Civilización, al Norte de Cucurpe


El 13 de febrero de 1687, el padre Kino está en el rico mineral de los Frailes, cerca de Álamos; el día 15, en Conicarit; luego, en Moctezuma donde reside el padre González, superior de las misiones en Sonora y a quien Kino debe presentarse. Tiene que pasarse hasta Cumpas para encontrarlo.


Aquel día fue un día importante para la historia de Sonora y Arizona. En Moctezuma se encontraba también el padre Aguilar, quien había ido a pedir al superior, por enésima vez, un misionero para los Pimas. Los tres hombres hacen una junta de la cual Kino resulta nombrado misionero no de los seris, sino de los Pimas. El hombre no protesta. Aquella decisión era lógica. Ni los Seris ni los Guaymas tenían residencia fija y sus resecas llanuras presentaban el mismo problema que Baja California. Los pimas eran más numerosos y hacía mucho tiempo que pedían misioneros con insistencia. Además, los pimas se mostraban disgustados y se temía una revuelta que acabara con las colonias españolas en aquella frontera. Era urgente que alguien fuera a pacificarlos. Finalmente, Kino examinó sus mapas y se dio cuenta que los Pimas eran vecinos de los seris, y que habitaban también la costa del Golfo, frente y cerca de su California inolvidable. Para él, las distancias no contaban mucho. Podía matar tres pájaros de un solo tiro.


Se dirigió, pues, hacia la Pimería, acompañado de los padres González y Aguilar. Pasaron por San Juan, donde residía el jefe político de la región; luego por Huépac, Opodepe, Tuape y llegaron a Cucurpe. En este pueblo tenía su misión el padre Aguilar. Era el último pueblo civilizado. De ahí hacia el Norte todo era tierra desconocida y virgen. No había entonces Santana, ni Magdalena, ni Nogales, ni Tucson; o sólo eran humildes aldeas de la edad de piedra.


Toda aquella región era habitada por tribus, no tan primitivas y pobres como las de California, pero sí carentes de los beneficios de la civilización. Vivían a la intemperie o en chozas miserables. No conocían ni el trigo, ni la fruta cultivada, ni el ganado, ni los caballos, ni las herramientas de metal, ni las carretas y mucho menos el alfabeto. Y en la misteriosa noche de su existencia, no sospechaba siquiera la realidad de otra vida mejor.


Ante esta inmenso territorio, cuyos límites hacia el Norte eran desconocidos, fue colocado el padre Kino. Debía explorarlo, conquistarlo, civilizarlo. Pocos hombres estaban tan bien preparados como él. Profesor de una Universidad en Alemania; con buenas palancas en el virreinato; aventurero por largos años en la esquiva California; curtido en el sufrimiento y en la adversidad; experimentado en la navegación, en el trato con los indios, en la organización de expediciones pioneras, y el los trabajos del campo; y con un corazón tan grande como el mundo y una voluntad infatigable. Kino era un predestinado para la Pimería. La Providencia lo había templado bien.


El mismo día los tres misioneros salieron de Cucurpe y alcanzaron la primera aldea indígena que se encontraba hacia el Norte. Se llamaba Cosari. Allí dejaron al nuevo misionero. Allí debía comenzar su trabajo. Acostumbrado a regar los arbolitos de California sacando agua de un pozo, el padre Kino se sentía rico y afortunado cuando escuchaba el murmullo del agua que corría por el cauce del río San Miguel. Era el 13 de marzo de 1678. La Primavera estaba por llegar...

 

|18|
Las Primicias de Cosari.
Catequistas de Ures


El padre Eusebio Francisco Kino quedó solo entre los indígenas de la ranchería de Cosari. El único hombre blanco. De él dependía el futuro de aquella región. Sin perder tiempo, se puso a fabricar una ramada para pasar la noche. Aquellos indios desconocidos y de quienes el gobierno español temía una revuelta, le ayudaron voluntariamente. Luego Kino los invitó a una reunión y ellos, casi todos, asistieron atentos e interesados. Les habló del objeto de su venida. Los indios aceptaron inmediatamente el mensaje que les traía: mensaje de paz, de progreso y de esperanza.


Este era el gran éxito de Kino. Se ganaba a los indígenas al instante. Al verlo por primera vez lo querían y confiaban en él. Tal vez su secreto radicaba en que el mismo padre era, al momento, ganado por los indios. Para él, todos eran buenos. Su amor por ellos hacía que todas sus acciones y palabras y hasta sus gestos, fueran comprensión y de amistad.


Hay que saber que el misionero les habló ayudándose de un intérprete de nombre Francisco Cantor. El padre Rojas, que estaba en Ures, se lo había prestado. El mismo padre Rojas envió a Kino a un indio ciego. Este cieguito tenía mucha luz en el alma y se dedicaba a enseñar el Catecismo. De este liberal misionero de Ures recibió también el padre Kino una buena cantidad de provisiones, varios caballos y hasta "algo de plata”. De igual manera, los demás Jesuitas del Sur ayudaron con ganado, provisiones y herramientas, al nuevo misionero que se encontraba solitario en el Norte, frente a lo desconocido, como avanzada de la civilización. También a ellos los había conquistado.


Los indios de Cosari captaron el mensaje sin reservas. Todos los días asistían a la instrucción que les daban el padre Kino y el bondadoso catequista ciego llegado de Ures. Todos los días trabajaban con el padre que había comenzado a construir una capilla y una casa de adobe, nunca vista por allá. Otros, bajo la dirección del mismo padre, desmontaban terrenos para sembrar. Una buena inyección de entusiasmo fueron las vacaciones de Semana Santa. El padre Kino llevó a Tuape a más de cien indios para que asistieran a los oficios solemnes, y constataran las ventajas de un pueblo ya misionado. Hasta los atavíos pintorescos de las muchachas criollas o españolas les llamaron la atención.


Los pimas eran inteligentes y activos. Pronto aprendieron a fabricar adobes, a labrar madera, a construir puertas y ventanas, y a plantar y cultivar los árboles frutales que Kino había llevado: higueras, duraznos, membrillos, granados, perales, albericoques y también parras para las uvas y el vino. En Sevilla, Kino había aprendido a destilar coñac.


Por primera vez en aquella ranchería, se vio una fragua para forjar hierro; y un molino de agua para moler trigo; y un taller de carpintería. Al mismo tiempo, en los pastizales de las sierras y de los cordones, y con animales traídos a veces hasta del río Yaqui, el sacerdote granjero organizó varios ranchos para el ganado y algunos criaderos de caballada. Los correosos pimas aprendieron fácilmente a domar potros y fueron las primicias de los famosos vaqueros de esta parte de Sonora y de Arizona.


De allí también salieron magníficos arrieros que poco tiempo después iban con sus recuas, cargadas con los productos de Cosari, hasta los lejanos minerales de Bacanuchi, San Juan y Álamos. Allá compraban ropa y herramientas, y otros artículos que la misión aún no podía producir. Fueron los precursores de los camioneros y los ferrocarriles en el intercambio comercial.


Nos dice también Kino que los indígenas se dejaron organizar a la perfección: con gobernadores, capitanes, jueces, alguaciles... maestros de capilla y de escuela... mayordomos en todos los trabajos y todos los elementos necesarios para una vida civil. Así, la primitiva ranchería de Cosari se convirtió en un pueblo formal con gobierno y escuela; ranchos, huertos y milpas; talleres y capilla... Milagros del amor, de la confianza, y del trabajo inteligente y constante.


Al terminar el mes de abril, es decir, unos dos meses después de su llegada, Kino ya tenía casa propia; y estaba terminando la capilla. En ella se entronizó una linda imagen de la Virgen de Dolores que el célebre pintor Correa había regalado en la ciudad de México al padre Kino. Por esta razón se le impuso al pueblo el nombre de Dolores de Cosari, Kino movía sus palancas y consiguió que le enviaran desde la Capital algunas campanas. Cuando se instalaron a un lado de la capilla nueva, hubo fiesta en Dolores y por primera vez resonaron los valles y en las montañas los alegres tañidos de los bronces, que anunciaban la llegada de una nueva era.

 

|19|
Imuris. San Ignacio. Las Campanas se Oyeron También en Arizona ...


Era tanta la buena voluntad y el dinamismo de los nativos de Dolores, que en el mes de junio echaron cimientos de una iglesia más grande, que se iría construyendo a largo plazo para sustituir a la primera Capilla que era insuficiente.


Si alguien estima exagerada la actividad del padre Kino, que fungía al mismo tiempo como constructor, ranchero, agricultor, arriero y predicador; se quedará asombrado al saber que aún le sobraba tiempo para explorar aquella región desconocida, trazar científicamente sus mapas e iniciar nuevas empresas...


Durante estos meses hizo varias excursiones al otro lado de la sierra a las rancherías indias en Buquibabia, Cabórica, Imuris y Coajibubig, que fueron después los pueblos de Magdalena, San Ignacio, Imuris y Remedios.


En Imuris y en San Ignacio organizó trabajos semejantes a los que hizo en Dolores. Pero en Remedios los indios le dijeron francamente que no querían misionero. Fue la única vez en su vida que el padre Kino recibió un puertazo semejante. Y los francos nativos de Remedios dieron sus razones. Estas eran entre otras, las siguientes: los padres han colgado a varios indígenas; los hacen trabajar demasiado en sus iglesias; tienen tanto ganado que se acaban el agua; matan a la gente con los Santos Óleos; y sobre todo, engañan a los indios con falsas promesas, por ejemplo, el mismo Kino dijo que traía un papel para salvar a los indios de los trabajos forzados y ni siquiera ha presentado dicho documento a las autoridades españolas...


El sensible hombre blanco no quiso escuchar más. Escogió el mejor de sus caballos y casi a golpe atravesó veinte leguas de sierra hasta llegar a Bacanuchi. Allí residía el lugarteniente Ceballos. Le mostró la Real Cédula y Ceballos la tomó y la besó; luego la puso sobre su cabeza y dijo: "Yo obedezco”. Era el rito que se usaba al acatar las órdenes del rey. Los indígenas tenían ahora más protección, los pimas de Remedios admitieron al padre Kino. Y éste comenzó los mismos trabajos que en Dolores: siembras, ranchos, casas, capilla, etc.


A pesar de todo, la predicación, no se había interrumpido en Dolores, el día 31 de julio, fiesta en San Ignacio, fundador y patrón de los jesuitas, se recogieron copiosos frutos. El gran cacique indio de Cosari, llamado Coxi, fue bautizado junto con su esposa y cuarenta indígenas más. Hubo gran fiesta. De Cucurpe vino el padre Aguilar con su coro netamente indígena; asistieron hasta españoles de Bacanuchi, y el capitán Romo del Vivar fue el padrino de Coxi.


Lo más importante fue que el mismo jefe indio invitó a cinco amigos suyos; cinco caciques de otras tantas lejanas rancherías. Estos jefes se quedaron deslumbrados con las solemnes ceremonias y encantados con la nueva vida que llevaban los pimas de Cosari.


Llevaron después a sus respectivos pueblos sus gratas impresiones. Además, el mismo Coxi y el padre Kino habían enviado mensajeros a otras tribus del Norte y del Oeste. Coxi era algo así como el Capitán General de aquella región y su palabra tenía mucho prestigio. Todos supieron de la gran fiesta y del nuevo estilo de vida.


Y así fue como, por los valles de los ríos de Magdalena, Altar, Santa Cruz y San Pedro (éste ya en Arizona), se divulgó la noticia del hombre blanco que había aparecido en Cosari; del hombre que transformaba las rancherías en pueblos, los matorrales en huertos, y las áridas llanuras en vergeles; y que traía para todos el mensaje de una gran esperanza.


De los cuatro ríos, incluyendo los valles y montañas de Arizona, comenzaron a llegar a Dolores emisarios indígenas que venían a pedir a Kino que fuera con ellos a ayudarles. Unos cinco mil visitaron al mago blanco durante el primer año. Un promedio de doce mensajeros diarios.


Las campanas de Cosari habían resonado, como una esperanza, en toda la Pimería. A Kino le faltaban brazos y le faltaba tiempo... pero le sobraba corazón...

 

|20|
Y Llegó el Tiempo de la Siega.  
Magdalena, Tubutama, etc., etc.


El misionero, que tanto tiempo había esperado una oportunidad, supo aprovechar esta situación maravillosa. Pero aquí es donde comienzan los apuros del hombre que se atreve a escribir la historia del padre Kino. Trabajó tanto y fue su actividad tan constante y eficaz, tan rápida y variada, que es muy difícil seguirlo en su camino. Parece que se encontraba en varios lugares y en muchos negocios a la vez. No sabe uno por donde comenzar. Además, se necesitaría un libro muy voluminoso para detallar todo lo que hizo. Nos contentamos aquí con hacer un resumen de sus primeros diez años de labor.


Al ver que de dondequiera lo llamaban y lo querían, Kino trabajó sin descanso; visitó las rancherías en largas y fatigosas cabalgatas; llevó semillas, ganado, árboles, y escuadras de trabajadores ya especializados como albañiles, carpinteros, herreros, pintores, vaqueros, maestros, etc. etc.. En todas partes trató de repetir el esfuerzo y el milagro de Dolores.


En sus primeros diez años de trabajo estableció misiones y organizó pueblos en los cuatro ríos. En el de Magdalena: San Ignacio, Imuris, Cocóspera, Magdalena, Santa Marta y el Tupo. En el de Altar: Tubutama, Oquitoa, Santa Teresa, Sáric, Tucubavia y Caborca. En el río de Santa Cruz: San Lázaro, Santa Cruz, Bacoancos y Güébavi (como quien dice Nogales), Tumacácori y San Javier del Bac, ya cerca de Tucson. En el río San Pedro, al menos: Quíburi, Los Reyes y Santa Cruz, cerca de Huachuca.


Es cierto que no todas estas misiones eran de la misma categoría; pero cada una contaba al menos con una casa para el misionero; capilla, milpas y huerta. Hubiera hecho mucho más; pero le faltaban misioneros que le ayudaran y que atendieran a los neófitos.


Pidió ayudantes y le enviaron algunos; mas por diversas razones éstos no duraron mucho. Un año después de Kino, llegó el padre Adamo Gilg, un alemán de muy buen temple. Era el compañero que Kino estuvo esperando en México. Pero venía asignado a los seris, y no a los pimas, El padre Kino hubiera querido tenerlo consigo; pero había sido él mismo quien tanto había luchado en México para conseguir un misionero para aquellos indios tan gentiles de la bahía Kunkak.


Al ver que el padre Gilg se instalaba entre los seris, su corazón sintió que había cumplido con ellos. Si los seris quedaron como están ahora, la culpa fue de otros; y esa es una historia muy triste que aquí no queremos recordar.


Al leer la extensa lista de misiones fundadas por Kino, alguien pudiera imaginarse que todo aquello era muy fácil. Pero los que han seguido con atención este relato pensarán de manera diferente. Nada fácil era, ni es, fundar un pueblo. Cada una de esas fundaciones y de otras muchas que vinieron después, tienen su propia historia: historia de exploraciones, tanteos, trabajos y hasta intrigas; historia de triunfos y fracasos, sonrisas y lágrimas. En las siguientes páginas tendrá el lector, por lo menos un ejemplo.

 

 

/

|21|
Caborca, o los Dominios del Gran Soba


En la región de Caborca el principal cacique era el gran Soba. Tenía fama de buen guerrero y todos le obedecían. Estaba enemistado con la tribu de Cosari y ya había matado a uno de sus jefes principales. Kino había oído hablar mucho de él y el gran Soba también había oído hablar de Kino. Una vez, en Tubutama, el padre encontró algunos capitanes indios que habían sido enviados por Soba para que observaran el extraño cambio que se estaba verificando en las tribus de Sonora. Parece que los observadores quedaron satisfechos.


Diciembre de 1693, fue un mes de exploraciones. Kino llegó hasta la región de Caborca y encontró allí indígenas muy pacíficos, aunque temerosos y maravillados porque nunca habían visto a un hombre blanco. Kino les habló y les prometió regresar. Pero el gran Soba no se encontraba allí.


Para su información y para sus mapas, y para responder a un viejo impulso de su corazón, Kino quería saber a qué distancia de allí se encontraba el mar de California. Por eso continuó su viaje mucha más allá de Caborca y subió al más alto de los cerros, el cual llamó "El Nazareno”. No sé por qué le recordaría a su barco naufragado en Cádiz. Desde la cumbre pudo divisar las aguas del Golfo y hasta las costas de California. Su corazón latió más fuerte con tantos recuerdos y en su mente brotaron nuevos proyectos.


Viendo las buenas tierras de Caborca y los numerosos nativos de las rancherías y la importancia que tenía la vecindad del mar y la península de la desafiante California, el padre explorador quiso hacer un trabajo más serio y de manera oficial. Se dirigió al real de San Juan y pidió al general Jironza, nuevo alcalde mayor de Sonora, que enviara algún oficial del Gobierno para que certificara los nuevos descubrimientos que hacían cada vez más grandes los dominios de la Nueva España. El general Jironza comisionó a su propio sobrino, el joven capitán Juan Mateo Mange. Estas vueltas de Cosari a Caborca, y de Caborca a San Juan (cerca del río Moctezuma), suponían ya muchos días a caballo.


A principios de mes de febrero de 1694, ya estaba organizada la siguiente expedición: una buena recua (mulas) cargadas de provisiones, herramientas y regalos; un buen número de caballos de repuesto para las rápidas jornadas; veinte indios pimas ya muy bien entrenados; y dos españoles más. En la expedición iba el cacique Coxi, a quien el padre Kino deseaba reconciliar con el aguerrido y misterioso gran Soba.


Después de una cabalgara agotadora de unos doscientos kilómetros llegan a Caborca. Los buenos indios los reciben con arcos y con cruces, Kino les predica sobre Dios y su Ley, sobre el Cielo y Jesucristo. El oficial Mange toma nota del lugar: "Caborca tiene, nos dice, tierras fértiles y ricas... si los nativos tuvieran siquiera hachas, podrían desmontar tierras suficientes para tres mil habitantes que ahora vagan desnudos por los montes”...


La expedición siguió adelante. Escalaron otra vez el cerro Nazareno; y bajaron a un aguaje de donde varias indígenas huyeron al verlos, dejando sus ollas abandonadas. Mange las siguió a caballo y logró detenerlas. Las mujeres se calmaron cuando Mange les ofrecía collares de cristal y listones de seda. Y, como lo vieron joven y bien parecido, lo siguieron contentas al aguaje donde habían dejado sus ollas, y hasta quisieron ayudar a dar agua a los caballos. Las indias iban vestidas sólo con un "bikini” de piel de conejo. Una de ellas tenía como ciento veinte años.
Aquel lugar se llamó, y creo que aún se llama, "Las Ollas”.


Después, los viajeros, atravesando con valor aquellos llanos calcinados y las pesadas dunas de arena, llegaron al mar. Fueron los primeros hombres blancos que pisaron esas playas. Por eso Kino fue quien hizo los primeros mapas exactos de la región. No es fácil hacer el primer mapa.


Tomaron un baño en las aguas del desemboque, baño que por cierto necesitaban, y regresaron a Caborca donde permanecieron dos días más. Habían venido indios de otras rancherías; algunos hasta de cincuenta leguas. El padre les contó la maravillosa historia de la Creación, y la más maravillosa de la venida de Jesús al mundo. Les habló también de las ventajas de organizar un pueblo, y los indios convencidos le pidieron un misionero.


En el camino de regreso se encontraron con una escuadra de cuarenta indios. Al frente de ellos venía el jefe, "sin más vestido que su inocencia”, nos dice Mange. Era nada menos que el gran Soba. Venía tan pobre, que cuando el padre Kino le regaló una carga de provisiones, el gran jefe no tenía donde ponerlas y ordenó a su esposa y a otra mujer que se quitaran las dos pieles de venado que traían como enaguas, para guardar en ellas los diversos regalos. Las mujeres tuvieron que permanecer escondidas tras unos matorrales, mientras se efectuaba la operación y la siguiente gran ceremonia.


El cacique Soba estaba tan pobre porque, desde que había conocido el mensaje del padre blanco, había dejado las guerras que lo hicieron famoso y lo mantenían rico; y ahora venía precisamente a reconciliarse con su enemigo Coxi, y a rendir obediencia al mensajero de la paz. Por eso nosotros lo seguimos llamando el "gran” Soba. A Caborca le esperaban, sin duda, días más apacibles y prósperos.

 

|22|
Un Barco en el Desierto.  
Altar


A pesar de haber caminado en febrero unos 700 kilómetros a caballo; y a pesar de sus múltiples tareas en otras misiones; Kino regresó a Caborca en el mes de marzo. Se movía rápido. El trayecto de Dolores a Tubutama, que era de unos 72 kilómetros, lo hizo en un solo día no obstante el cargamento que llevaba. En ese viaje fue cuando Mange, a un sitio donde el padre celebró la Santa Misa, le puso el nombre de "El Altar”, que todavía conserva y es ahora una población muy simpática.


Kino iba a Caborca con las extrañas intenciones de fabricar un barco. Llevaba toda la herramienta necesaria y nada menos que veinte carpinteros nativos. Quería atravesar el golfo y llegar a California. Dos años antes había estado a visitarlo en Dolores el famoso padre Salvatierra. Kino conocía la madera de aquel hombre y lo había entusiasmado con la misión de California. También sabía, por triste experiencia, que el hombre que se lanzara a la empresa iba a necesitar mucha ayuda. Por eso entre los dos fraguaron el atrevido y quijotesco proyecto de construir un navío en pleno desierto. California seguía cantando como sirena... Y Kino recordaba a los centenares de neófitos suyos que allá esperaban el bautismo y una vida más humana.


Más allá de Caborca, en el cauce del río, encontraron un álamo gigantesco que podía darles mucha madera para el barco. Los indios madereros cavaron a su alrededor y le cortaron casi todas las raíces; pero el coloso se resistía a caer. Entonces Mange se trepó al árbol para atarle unas cuerdas y después jalarlo. Mientras ataba las cuerdas, el árbol crujió y se vino abajo con estruendo. Gruesas ramas se hicieron añicos; pero Mange salió sorprendentemente ileso. Dios estaba dando alas a aquellos audaces soñadores.


Se cortó y labró toda la madera necesaria. Mientras tanto el padre instruía a los caborquenses y los dirigía en la construcción de una buena casa para el misionero que algún día habría de llegar. Kino ya había escrito al Provincial y al general Jironza hablándoles de las muchas esperanzas que tenía en Caborca y pidiéndoles al menos un ayudante.


Durante ese tiempo, el capitán Mange hizo una exploración hasta lo que es ahora el Puerto Libertad, sin olvidarse, por supuesto, de visitar a sus exóticas amigas de "Las Ollas”.


La madera tenía que secarse bien, y mientras tanto, regresaron a Dolores. Cuando calcularon que la madera ya estaba en su punto, hicieron otro viaje a Caborca. Eso fue en los calores de junio. Los carpinteros, que nunca en su vida habían visto un barco, trabajaban bajo la dirección del padre constructor que había estado en la fabricación de los tres navíos de Atondo en el río Sinaloa.


Pero cuando todos estaban más entusiasmados y orgullosos de haber convertido el desierto en un astillero, llegó a Caborca un mensajero especial. Traía, de parte de un padre Visitador (algo así como un inspector de misiones) la orden terminante de suspender la construcción de la nave.


Kino había recibido ya, y seguiría recibiendo en su vida, muchos golpes como éste. Obedeció sin decir nada. Empleó algunos días en catequizar a sus neófitos; y todavía con velas de su esperanza desplegadas, regresó a su misión de Dolores.

|23|
Caborca, o el Desierto que Florece

El resignado misionero nada nos cuenta del disgusto que le causó la suspensión del barco. Tal vez esperaba que otro superior más alto y más digno que aquel Visitador miope, le diera otra vez licencia para continuar la pintoresca empresa. Por otra parte, tenía entonces grandes satisfacciones. Nuevos misioneros habían llegado para ayudarle. El padre Campos ya estaba en San Ignacio; Januske, un checo, en Tubutama; y Barli en Cocóspera. Y todavía esperaba más...


Y en octubre de aquel mismo año de 1694 llegó, como caído del cielo, el padre Javier Saeta. Había también preparadas otras misiones con muchas promesas como Tumacácori en Arizona, y Tucuvabia en Altar; pero Kino destinó a Saeta para Caborca. Para ayudarlo a establecerse le dio 115 cabezas de ganado (cinco vacas eran pintas y debían conservarse para California), 100 ovejas, 70 fanegas de trigo y 70 de maíz; caballos de silla y mulas de carga y una manada de yeguas para cría; árboles frutales y semillas de diversas verduras.


Además, lo equipó con herramientas de trabajo y hasta útiles de cocina; y lo que fue mejor, le prestó algunos indígenas experimentados como Francisco Pintor, el intérprete de Ures.


La gran caravana llegó a Caborca el 21 de octubre. Una delegación de naturales fue a recibirla hasta Pitiquito; y la ranchería de Caborca estaba adornada con arcos y con cruces. Este día puede considerarse como la fecha de la fundación de Caborca. El nuevo misionero tomó su puesto; recibió instrucciones del veterano padre del desierto; y comenzó la construcción de una capilla, una sementera y un huerto.


Desde Dolores, Kino le envió 60 reses más; 60 ovejas y 60 fanegas de maíz y trigo. Las misiones que Kino no fundaba personalmente, las fundaba de este modo: consiguiendo misioneros y dándoles todo lo necesario, después de haber abierto él mismo y preparado terreno.


Con cuatro misioneros a retaguardia, el incansable viajero se sintió autorizado para explorar ahora hacia el Norte. Ya había llegado hasta San Javier de Bac; pero más allá había más tierra, más almas y también el hechizo de los desconocido y la leyenda. Unos indios vagabundos le habían hablado de una Casa muy grande, en la orilla de un río también muy grande. Sobre esta casa se contaban fantásticas historias.


Se organizó, pues, otra expedición; y en el mes de noviembre, después de caminar unos cuatrocientos kilómetros, llegó a la legendaria Casa Grande que todavía visitan los turistas en las márgenes de Gila. Pero lo que más lo entusiasmó fue el conocer nuevas tribus, amables y dóciles; y el tener noticias de otras más, de idioma diferente, y que vivían por las márgenes del río hasta el Colorado; eran los opas, los comaricopas, los yumas. Y soñando con nuevas misiones, regresó a a dolores, a celebrar la Navidad...


Pasó el invierno y llegó la primavera del nuevo año de 1695. En el mes de marzo, Saeta escribe una carta al padre Kino y le dice: "...Mis hijos vienen a misa todas las mañanas y a la doctrina dos veces al día, grandes y pequeños. Todos trabajan con amor... he plantado un huerto y los arbolitos comienzan a retoñar... ¡también hay verduras para el refrigerio de los marinos que vengan de California!...” En realidad, comenzaba la primavera...

 

|24|
Flores de Sangre en el Desierto


El capitán Solís creía que pertenecía a una raza superior y que era dueño de la vida y de la muerte de los indígenas. Un día se perdieron algunos caballos en el norte de la Pimería. Solís salió con su tropa a perseguir a los supuestos ladrones. En el campo, encontró a unos indios sobaipuris dándose un banquete de carne asada. Adivinó que se estaban comiendo los caballos robados y, justicieramente, ordenó el ataque. Varios nativos quedaron muertos en la llanura. Los demás huyeron. Pronto los soldados se dieron cuenta de que los indios estaban asando carne de venado; pero los indígenas muertos no resucitaron...


El mismo Solís oyó que en Tubutama había rumores de sedición. Fue al pueblo; aprehendió a algunos indios que le parecieron sospechosos; y sin más, los fusiló.


Los misioneros acostumbraban a llevar a sus misiones nuevas, indígenas ya civilizados que podían enseñar a los neófitos los diferentes oficios. En Tubutama, el padre Januske tenía como capataz de los trabajos a un indio ópata. A este ópata se le había subido el mando a la cabeza y tal vez también se sentía de una raza superior. El caso es que despreciaba y maltrataba a los pimas que estaban bajo sus órdenes. Era un caso de prepotencia y racismo.


Por eso, aunque los pimas, en su mayoría estaban contentos con el nuevo estilo de vida que les había traído el padre Kino, no faltaban espíritus independientes que sentían su orgullo herido ante las insolencias de los extranjeros, españoles y ópatas. En el fondo de su corazón, los odiaban. Lo malo era que no distinguían entre personas y personas; pues entre los europeos había personas tan buenas como Kino y Saeta; y entre los indios "extranjeros”, había gente tan abnegadas como el catequista ciego de Ures.


Una mañana, el padre Januske sale del pueblo, rumbo a Tuape, para asistir a la Semana Santa. Esa misma mañana, el capataz amanece de mal humor. Al comenzar su trabajo, reprende a un pima y sin más, lo derriba de un golpe y comienza a patearlo enfurecido con las puntas de sus botas. El pima pide auxilio y llegan algunos de sus amigos. El ópata salta a su caballo y huye; pero dos certeros flechazos se le clavan en la espalda y cae muerto.


Estaban en Tubutama también otros dos ópatas que venían de Caborca a donde habían ido a dejar un poco de ganado. Los pimas también los matan. El odio contenido contra los extranjeros ha estallado. Algunos indios corren para alcanzar al padre Januske y matarlo; pero un indio anciano los detiene. Vuelven enardecidos al pueblo; incendian la casa del misionero y la capilla; y matan o dispersan el ganado de la Misión.


De Tubutama, el grupo de rebeldes se dirigió a Oquitoa. Ahí reunieron a otros descontentos y destruyeron todo lo que pertenecía al misionero. Siguieron río abajo y llegaron a Pitiquito, donde, con otros exaltados, completaron el número de cuarenta y tomaron el camino que conduce a Caborca.


Amanecía el 2 de abril. Un grupo de pimas toca a las puertas de la casa del padre Saeta en Caborca. El padre lo recibe contento en su cuarto. Ellos le dicen que sólo van a saludarlo. Charlan un poco y se despiden. El padre sale a encaminarlos, y al pasar por la sala que sirve de capilla, sucede algo inesperado:


Repentinamente los indios preparan sus arcos y apuntan amenazantes al padre Saeta. Este, al ver la actitud fiera y decidida de aquellos hombres, grita pidiendo auxilio; pero su grito se corta en seco. Dos flechas le atraviezan el pecho y cae de rodillas. Luego se arrastra hasta su cuarto; se abraza de un gran crucifijo; y se desploma muerto en un charco de sangre.


Los indígenas quieren asegurar su obra y acribillan a flechazos el cuerpo inerte del joven misionero. Unas veinte flechas quedan clavadas en él, vibrantes de odio. Pero quizá, en el último momento, Saeta escuchó del crucifijo ensangrentado aquellas palabras: "Hoy estarás conmigo en el Paraíso”.  Era Sábado de Gloria.


Los sediciosos trabajaron rápido. Mientras unos destruyeron e incendiaron la Misión, otros localizaron a los indios ópatas que allí se encontraban y los mataron también. Allí murió Francisco Pintor, el intérprete de Ures; y José, el pastor, que vino de Chinapa; y Francisco, el encargado de la caballada, y que era de Cumpas. El río de Altar quedó limpio de extranjeros.


Sí; los extranjeros se fueron al otro mindo; pero los pimas, aun los inocentes que eran mayoría, por temor a un castigo, se fueron a los montes. Y los pueblos de Tubutama, Oquitoa, Pitiquito y Caborca quedaron abandonados, semidestruidos, silenciosos y tristes como un cementerio de pobres.


En Caborca, sólo estaban intactos los trigales, tan altos que podían cubrir a un hombre. El viento de la costa dibujaba arabescos sobre aquel mar de espigas casi maduras; pero en el poblado solitario, tirados en el polvo, los cadáveres insepultos de las víctimas parecían flores de sangre en el desierto.

 

|25|
Cuando El Odio Se Desata


En la fresca mañana del domingo, el pueblo de Dolores vestía sus galas para la fiesta de la Resurrección. De pronto, un indio sale de las montañas vecinas y llega al pueblo. Va de prisa, sudoroso, jadeante, pálido. Los que lo ven pasar notan en su rostro demacrado las huellas de un gran esfuerzo y de un profundo dolor. Ha corrido todo el día anterior; ha seguido caminando durante toda la noche; ha recorrido en 27 horas la distancia de 150 kilómetros que separan a Caborca de Dolores. El extraño caminante llega a la casa del padre Kino y, con voz entrecortada, le cuenta toda la tragedia de Caborca. "Ha muerto el padre Saeta... las misiones del valle de Altar se han convertido en cenizas”... Para Kino, la mañana de Resurrección se convierte en triste noche de Viernes Santo...


El cacique de Bosna es enviado a Caborca a verificar los hechos. Encuentra los cuerpos de las víctimas y los incinera, según la costumbre indígena; pero sepulta cuidadosamente aparte los huesos calcinados y las cenizas de Saeta. Al indio le causa admiración el Cristo ensangrentado al cual estaba abrazado el padre, lo desclava de la cruz, y lo lleva reverentemente consigo. (Más tarde, el padre Campos regaló este Cristo al capitán Solís. Sucede cada cosa).


En Dolores se dice que los rebeldes continúan su obra destructora; se habla de un levantamiento de todas las tribus; y por eso se envían mensajeros al general Jironza, pidiendo auxilio. El general reúne sus tropas y envía correos especiales al Fuerte de Janos, cerca de la Sierra Madre, y más lejos, hasta Parral. Luego se dirige con sus soldados hacia la Pimería. Entre los soldados van muchos indios auxiliares, y hasta un feroz pelotón de seris.


Llegan a Tubutama y la encuentran desierta. Solo una pobre india enferma se encuentra escondida, temblando, entre las ruinas. Los seris la despachan de un flechazo. Ellos saben que los llevan a castigar, a matar... o a morir. En Pitiquito solamente descubren a una mujer con sus dos hijitas. Las toman prisioneras. La mujer es interrogada severamente, la desventurada madre es condenada a muerte. Su pecado fue, ser de Pitiquito. Antes de matarla (no son tan crueles como los seris), la bautizan. Las niñas indias, aterradas y convulsas, con sus azorados ojos negros miran, sin comprender, aquella repugnante mezcla de cristianismo y de barbarie.


Un indio pima, acosado por el hambre, ha bajado a Caborca buscando algo que comer. Con él andan dos niños nativos. Cuando llega la tropa, el indio pima desaparece como una exhalación entre el mezquital. Los dos inditos tratan de esconderse. Uno de los seris, acostumbrado a cazar venados en la Costa, descubre a uno de ellos, y de un certero flechazo le parte el corazón. El otro indito, con un grito de terror y de angustia, llama al capitán Mange por su nombre... El capitán salta como una fiera herida y lo salva de la muerte.


Los rudos soldados recogen con veneración (y tal vez con rencor) los huesos y las cenizas del padre Saeta; los colocan reverentemente en una caja, y los llevan en procesión para darles cristiana sepultura en la iglesia de Cucurpe. Pero antes de retirarse, destruyen salvajemente en todos los valles del río de Altar, los trigales y los maizales que aún quedaban, y se llevan la caballada y el ganado que pueden encontrar. Así los indios rebeldes no tendrían que comer y se rendirían pronto. Y así, decimos nosotros, se morirían de hambre también los indios que no fueron rebeldes, y las mujeres y los niños de aquella tribu desdichada. Era la guerra total: la terrible pero lógica consecuencia de todas las guerras.


Durante aquella primavera, en los valles desolados del río de Altar, no maduraron las espigas, ni se escuchó el canto del trabajo y de la vida, ni el tañido de las campanas... ni se abrieron las flores... Un silencio de muerte, una tensión de agonía, un miedo paralizante invadían la llanura, penetran los montes y llegan hasta el regazo de la madre india que apretaba a su hijito entre sus brazos. Pero lo que vino después... Dios mío... no quisiera narrarlo... El hombre es una fiera, cuando el odio se desata.

 

|26|
La Traición


Alguien se preguntará con razón qué hacía mientras tanto el padre Kino. El gigante estaba enfermo, postrado en su cama, abrasado por la fiebre... y tal vez por la angustia. Nos imaginamos también que él no quiso acompañar a la primera expedición punitiva. Conocía por triste experiencia en California, los híbridos frutos amargos que se recogían, cuando caminaban juntas, la cruz y la espada. Sin embargo, no estuvo ocioso. Habló con el capitán Almazán, nuevo Alcalde Mayor de Sonora, y consiguió una solemne promesa de paz para todos los indios con excepción a los cabecillas de la revuelta. Envió entonces mensajeros a los indígenas que estaban escondidos en los montes de Tubutama y Caborca, haciéndoles saber la promesa oficial.


Pero no todos los oficiales españoles pensaban de la misma manera. Había algunos que opinaban que había que terminar para siempre con todos los indios rebeldes; y el general Jironza se vio obligado a enviar a la Pimería un ejército más numeroso que el anterior. Al frente de la tropa iba el capitán Colís, el más aguerrido de toda la frontera.


Los indígenas, al ver tal movimiento de soldados, sintieron desconfianza y nadie quería abandonar sus guaridas y presentarse en los pueblos. Al saber esto, el padre Kino mandó ensillar su caballo y, a pesar de la fiebre, pudo llegar a San Ignacio. Desde allí ordenó al cacique del Tupo que hiciera todo lo posible por reunir a los rebeldes y que se presentaran todos al ejército que iría precisamente a la Ciénega, pues había solemne promesa de paz. Solamente los cabecillas serían castigados.


A pesar de sus temores, los hambrientos pimas obedecieron la voz del padre. Confiaban en él, desarmados, con cruces en las manos. Casi todos eran inocentes. Los cabecillas, por supuesto, no se presentaron.


Cuando llegó el ejército de Solís acampó en la Ciénega y comenzó entonces una extraña conferencia de paz. Los soldados formaron un gran círculo, montados a caballo, bien armados, como en asecho. Los indígenas tenían que entrar en ese macabro círculo, bien desarmados. Y fueron entrando. Los que traían armas, dejaban sus arcos y sus flechas allá lejos, "a cuatro tiros de arcabuz”, bajo un gran mezquite que se había señalado previamente, y luego penetraban en las pinzas de hierro... Todos iban confiados en la palabra del padre blanco: solamente lo jefes de la revuelta serían castigados; los demás volverían a sus pueblos, a sus campos, a disfrutar otra vez de las serenas alegrías de la paz...


Una vez que los indígenas estuvieron reunidos dentro del inquietante cerco de soldados, los caciques leales comenzaron a examinar a uno por uno con el objeto de reconocer a los líderes culpables de la revuelta. No encontraron ninguno. Entonces, se determinó identificar a sus secuaces, y comenzó de nuevo la imponente revista. Se sospechó de uno, y fue maniatado; de otro, y también fue hecho prisionero; señalaron a un tercero, y se le aseguró con recias cuerdas... Los demás indios comenzaron a inquietarse; pero por todos lados no veían sino lanzas y arcabuces, y no tenían más remedio que esperar.


La tragedia llegó repentinamente, como todas las tragedias. Fue el estallido del odio, de la prepotencia y, seguramente también, de la cobardía. Un cacique de Dolores se fija en uno de los indefensos indios acorralados. Cree reconocerlo, y de repente, lo coge por los cabellos y grita destempladamente al capitán Solís: "Este es uno de los asesinos...” Solís acude echando llamas por los ojos. Se cree el dueño absoluto de la vida, y sin ninguna averiguación desenfunda el sable, lo levanta, y con toda su fuerza diabólica lo deja caer sobre la nuca de aquel infeliz hombre indefenso. La cabeza salta por el suelo dejando manchas rojas sobre la inocente hierba de la Ciénega. La sangre brota a borbotones de las arterias rotas; y el cuerpo se desploma para siempre a los mismos pies del "heroico” Solís...


Ante semejante espectáculo, la indiada se revuelve furiosa pero impotente, quieren huir, quieren defenderse, quieren salvar la vida. Se lanzan a romper el cerco de soldados, pero quedan clavados en las lanzas o son acribillados por los arcabuceros que ya estaban preparados. Se dice que solamente dos indios escaparon con vida. El llano quedó sembrado de cadáveres. Parecía que la Ciénega de agua cristalina, comenzaba a manar sangre. Aquel lugar se llamó después, la Matanza.


La noche de aquel día funesto, corrieron muchas lágrimas de la Pimería. Allá en los montes, escondidas en la espesura de espinosos matorrales o acurrucadas en las grietas de las peñas, sin un pedazo de pan que llevarse a la boca, muchas mujeres pimas y muchos niños, de tristes ojos negros, lloraban sin consuelo su desamparo y su orfandad. Ah... si al menos existiera, como les aseguraba el padre Kino, otra vida mejor donde se recompensaran todos los amargos sufrimientos de la presente... Pero en muchos ancianos indios se presentaba, como una siniestra tentación, la duda lacerante: ¿Los había engañado el padre blanco con falsas promesas de paz y de esperanza?... Lo que aquel día había sucedido no era sino una traición sin nombre...

 

|27|
La Venganza


El ejército "victorioso” reportó a su General la pacificación de toda la Pimería. El general Jironza les ordenó que marcharan hacia el Norte, por Cocóspera, a reunirse con las divisiones que venían de la Sierra Madre comandadas por los generales De la Fuente y Terán. Debían ahora dar una batida a los apaches, jocomes y janos, que no dejaban de robar y matar en las fronteras.


Desde los montes, los sigilosos espías de los pimas observaron el movimiento del ejército, y se dieron cuenta de que el campo estaba libre. Apenas cuatro soldados quedaron en San Ignacio, y otros cuatro en la misión de Dolores.


Durante varias noches, alrededor de las fogatas, los indios se reunieron para escuchar las arengas de los caciques descontentos. Juntas secretas celebraban los jefes indios tramando planes para llevar a cabo la venganza y la independencia. Pronto se reunió una banda de trescientos nativos decididos a todo. El plan era muy sencillo: acabar con los blancos y demás extranjeros de la Pimería. Como en el río Altar ya no quedaba ningún extranjero pernicioso, se dirigieron, con sus sanguinarios designios, al río Magdalena.


El cacique de Síboda (Cíbuta) no estaba en todo de acuerdo con aquel plan y, secretamente, dio aviso al padre Campos que estaba en San Ignacio con cuatro soldados como guarnición. El padre Campos inmediatamente despachó a un corredor yaqui llamado Cosme, para que diera la alarma al pueblo de Imuris y tratara de alcanzar al ejército que ya se encontraba cerca de Cocóspera.


El veloz yaqui corrió hasta Imuris y dio el aviso. Desde allí envió a otro correo para Cocóspera; no sólo para ejecutar una magnífica maniobra de relevo, sino porque veía que él era necesario en Imuris. En efecto, cuando el nuevo correo de refresco salió corriendo del pueblo, el astuto Cosme se puso a reunir todos los caballos que pudo. Sabía muy bien que los soldados llegarían a Imuris con los caballos cansados, y que iban a necesitar caballada fresca para poder llegar rápido a San Ignacio. Auténtica estrategia yaqui.


Reunidos los caballos, el activo yaqui Cosme se dirigió de vuelta a San Ignacio. Estaba amaneciendo cuando llegó a las cercanías de Terrenate. Su instinto lo hizo desconfiar, y en lugar de llegar a San Ignacio, se subió a un cerro para explorar. Su instinto no lo engañó. Al dirigir su vista hacia el valle vio levantarse una gran humareda. La casa de la misión, la capilla y las chozas estaban ardiendo, y los indios invasores celebraban su triunfo flechando al ganado y saqueando al pueblo.


Cosme corrió ahora hacia la sierra, caminó todo el día y llegó a la misión de Dolores con la amarga noticia. Todo estaba destruido. Seguramente el padre Campos y sus cuatro soldados españoles, habían perecido entre las llamas del incendio. El padre Kino recibió otro golpe más en su ya cansado corazón...


Y eso no fue todo. Parece que el correo de refresco enviado a Cocóspera, no fue tan buen corredor como el correoso yaqui Cosme. Cuando los soldados llegaron a Imuris no encontraron sino indios muertos y chozas humeantes. La misma suerte trágica corrió el sonriente y prometedor poblado de Magdalena. Y los incendiarios se habían esfumado; y nadie se atrevía a dar algún informe. Comenzaba a consumarse la venganza.

 

|28|
El Martirio se Acerca


El padre Campos y los soldados habían pasado la noche anterior al asalto de San Ignacio, con los caballos ensillados, listos para cualquier emergencia. A pesar de estar alertas, el ataque de los indios los tomó por sorpresa. Pero el valiente cabo Escalante, con sus tres únicos soldados, detuvo por un momento la furia de la indiada mientras Campos se colocaba las espuelas y montaba a caballo. Luego emprendieron todos vertiginosa huida. Las flechas pasaban silbando o rebotaban en los escudos de los soldados que hábilmente cubrían a Campos. Aunque los indios iban a pie, persiguieron a los fugitivos como dos leguas, sin dejar de disparar. Solamente los dejaron cuando los caballos les tomaron ventaja. Campos y sus valientes no pararon hasta llegar a Cucurpe.


Mientras tanto, allá en Dolores, la escena es diferente. El capitán Mange da una carrera de 28 leguas para avisar al general Jironza que se encuentra en Opodepe. Cuando regresa a Dolores encuentra a Kino sin escolta. Los cuatro soldados que habían quedado para defenderlo, al conocer las últimas noticias, se dirigen a Bacanuchi para proteger a sus familias. En efecto, se piensa que los alzados quieren acabar con todas las misiones, y de un momento a otro pueden irrumpir en Dolores. Tal vez ya estén acechando cautelosos desde los montes vecinos.


Mange aconseja a Kino que huya. Huyó el padre Januske de Tubutama; huyó también el padre Campos de San Ignacio. ¿Acaso el padre Kino no puede huir también? Pero el padre de las misiones no acepta la proposición. Al caer la tarde, llega un indio diciendo que los rebeldes se dirigen a Dolores. Entre las sombras y el silencio de la noche, Kino y Mange llevan ornamentos y demás objetos de la iglesia, los papeles importantes y los aparatos del astrónomo, a una cueva a una legua de distancia. Allí los esconden sin que nadie se entere. Mientras caminan cansados entre la oscuridad, Mange insiste diciéndole al padre que no deben regresar al pueblo. Kino le responde que nada malo pasará. Mange decide quedarse con él, pase lo que pase; pero primero se confiesa, como para morir, por las dudas. Los dos están de nuevo en el pueblo al romper el día.


Pasan las horas, largas como la angustia, y los indios rebeldes no llegan. Pasa el día y pasa la noche, y Dolores no recibe la temible visita. Es que en Dolores está el padre bueno, el que sacó a los indios de su miseria, el que los atendía en todas sus penas, el que siempre los defendió. Los rebeldes no se atreven a incendiar sus misiones de Dolores, Remedios y Cocóspera donde él reside. Estos fueron los únicos pueblos que entonces escaparon del desastre.


Además, Kino había enviado a los alzados algunos mensajeros pidiéndoles que no siguieran su obra destructora. A pesar de todo lo que había sucedido, los indios le hicieron caso. Terminadas sus fechorías en el río de Magdalena, los rebeldes se replegaron, y se perdieron en los montes.

 

|29|
Emisario de la Paz


El general Domingo Jironza de Cruzat, al ver aquel estado de cosas, pensó razonablemente un una rebelión de todas las tribus, y pidió auxilio a los demás Fuertes españoles. El mes de agosto de aquel infausto año de 1695, se reunieron en Cocóspera nada menos que cuatro generales con sus mejores contingentes. Marcharon sobre Tubutama; atacaron por sorpresa y mataron más de veinte nativos. Los indígenas, atacaron por sorpresa y mataron más de veinte nativos. Los indígenas, atemorizados, se ocultaron otra vez en las montañas y por varios días el flamante ejército no pudo encontrar a nadie más a quien castigar.


Pero el general De la Fuente sí quería de veras una paz justa. No dejó de enviar correos a las montañas y a los barrancos ofreciendo de mil maneras el perdón y la paz. Poco a poco iban apareciendo guerreros indígenas en busca de reconciliación. El general De la Fuente los recibía bien. Pero cuando se dirigió a las regiones de Caborca y el Tupo, los indios, que habían presenciado más de cerca la matanza de Solís, no quisieron presentarse. Fueron inútiles todos los requerimientos del general De la Fuente y parecía que la paz era imposible. Entonces el general escribió al padre Kino rogándole que viniera él personalmente.


Kino deja otra vez su lecho de enfermo, y demacrado y vacilante se encamina a la triste Ciénega del Tupo. Cada paso que da, es un esfuerzo en aquella larga jornada.


Cuando se extendió la noticia de que el padre blanco estaba en la Ciénega, los indígenas remontados comenzaron a bajar con toda confianza. Bajaron los de Bosna, los de Araupo, los de Santa María y Tocutot, los de Arituba y Doagsoma. Cuando en las juntas entre indios y españoles las cosas se ponían tensas y parecía que iba a estallar el odio, aparecía la figura pálida de Kino imponiendo el orden y restableciendo la paz.


Los indios de Caborca y otras rancherías no se habían presentado. Era necesario que los mismos indígenas que conocían sus guaridas, los buscaran, los convencieran y los trajeran para conferenciar. Cuando estos indígenas se preparaban para salir de Caborca, un general dio la orden de que llevaran a estos indios custodiados. Kino protestó diciendo que aquello era una provocación, pues los indios que se habían presentado voluntariamente no debían considerarse como prisioneros. La guarnición permaneció en el Tupo, y el cacique Eusebio Kino llevó él solo a los indios hasta Caborca.


En Caborca tomaron a una india prisionera. El padre conocía los secretos de las tribus y envió a esta indígena a los montes. Sabía que la mujer ejercía ciertos derechos políticos entre los pimas. Al poco tiempo la india regresó con siete de los principales caciques de la región. Estos, enterados y convencidos por el padre de las buenas intenciones del general De la Fuente, se dedicaron los siguientes días a traer a sus gentes desde las más remotas rancherías: de Oquitoa, de Actun, de Moicaqui, etc. Todos se dirigieron a las tristemente célebre Ciénega del Tupo, donde se iban a reunir también los de Tubutama, Tucuvabia, Sáric, etc., y donde sería la conferencia definitiva.


En la Ciénega, antes manchada con la traición y la sangre, se firmó el tratado de paz. La gran ceremonia comenzó con una misa celebrada por el padre Kino. Luego hubo discursos de ambas partes, abrazos, barbacoa y fiesta. Los caciques indios y los capitanes españoles se dieron la mano. Solamente se exigió con toda seriedad, la búsqueda y la entrega de los nefastos cabecillas de la revuelta que eran dos o tres. Así volvió la paz a la Pimería.


Sin embargo, para el padre del desierto seguía la lucha diaria de un trabajo ahora más arduo. Seis de sus misiones estaban completamente destruidas. Los sembrados abandonados y llenos de maleza, las casas y las capillas incendiadas, el ganado muerto, o disperso y medio alzado; los talleres hechos pedazos.


Le faltaban los brazos y el cándido entusiasmo del infortunado padre Saeta. El padre Januske no quiso volver más a Tubutama. El misionero de Cocóspera, el padre Barli, agobiado por las inclemencias del clima y las penalidades del trabajo, había muerto prematuramente y ya estaba sepultado en la iglesia de Cucurpe, al lado del evangelio. Campos también se resistía a continuar tan dura tarea.


Pero Kino se encastó, no perdió el ánimo, y volvió a comenzar. Tubutama, Oquitoa y Caborca; Magdalena, Imuris y San Ignacio, ahora desoladas y en ruinas, volverían a ser fuentes de vida y progreso para la atribulada tierra de los pimas. Por eso lo hemos llamado: Civilizador incansable y emisario de la paz.

 

|30|
La Política... Igual.
Apaches Entre Huásabas Y Bacadéhuachi


En los años que siguieron, el padre Kino reconstruyó las misiones destruidas y fundó o dejó iniciadas otras nuevas, como San Javier de Bac, San Cosme de Tucsón, San Agustín de Oniaur, en el centro de Arizona; Santa Cruz y Quíburi, al otro lado de las montañas de Huachuca; Búsanic, Atil y Pitiquito, en el río de Altar; Sonoita, en los linderos del desierto; y otras más.


Como si fueran pocas las dificultades propias de estas empresas, el amigo de los indios encontró otros obstáculos puestos a propósito por algunos enemigos emboscados. Los colonos españoles veían con envidia las abundantes cosechas y los ricos ranchos de las misiones. Además, estando los indios controlados y protegidos por Kino, los colonos no podían forzarlos a trabajar en sus haciendas o en sus minas. Necesitaban campo libre. Por eso no dejaban de desprestigiar a las misiones pimas ante las autoridades. Decían que los pimas eran muy pocos y que no requerían tantos misioneros. Añadían que eran rebeldes, y que robaban ganado y caballada, y que no merecían la protección del Gobierno.


Con la rebelión de 1695 estas acusaciones parecieron fundadas y se presentó el peligro de que no se enviaran más misioneros a los pimas o de que el Gobierno los forzara a trabajar con los colonos. Ya los enemigos comenzaban a mover en las altas esferas todas las teclas. Conociendo cómo se manejaban las cosas en la corte virreinal, el misionero diplomático, desde lejos, vio venir la tempestad.


No se iba a dar por vencido, y ni siquiera se iba a dejar ganar la mano. Seleccionó algunos muchachos pimas para que lo acompañaran; ensilló su caballo, y emprendió el viaje, de más de dos mil kilómetros, hacia la ciudad de México. Era el 16 de noviembre. En Navidad celebró las tres misas en Guadalajara, en la capilla de Loreto construida por el padre Salvatierra. Cincuenta y tres días exactos duró el largo viaje hasta la Capital.


Allá en la metrópoli se entrevistó con el virrey Conde de Galve; habló con los miembros de la Audiencia; y discutió con el Provincial de los jesuitas. Explicó que los rebeldes habían sido pocos y que estaban muy arrepentidos; expresó las esperanzas que los pimas ofrecían para la civilización y para la fe; expuso las posibilidades de extender las fronteras de la patria indefinidamente hacia el Norte; y convenció a todos los que tenía que convencer. Le prometieron enviarle cinco misioneros más y no abandonar a la Pimería.


No sabemos las penalidades que pasó en el largo camino de regreso; sólo conocemos un incidente en el cual salvó la vida milagrosamente... Le habían dado una escolta para su protección. Venían, pues, con él el capitán Cristóbal de León, su hijo, y un buen piquete de soldados. En el trayecto de Bacerac a Huásabas, el padre Kino dejó la escolta y se desvió a Nácori y Bacadéhuachi para visitar a los padres Francisco Carranco y Pedro de Mármol. Eran tan reconfortantes unas buenas pláticas entre aquellos misioneros solitarios, perdidos en las montañas o en los desiertos, que bien valían la pena de una desviación de cuatro o cinco días de extenuante cabalgata por los agrios senderos de la sierra.


Pero cuando el padre Kino, después de sus visitas, regresó al camino real, se encontró con un espectáculo macabro. El capitán Cristóbal de León y su hijo, y todos los soldados de la escolta, yacían muertos en el camino... Los indios jacomes, con su habitual astucia y crueldad, habían sorprendido y liquidado al campamento... Si el amistoso padre no hubiera ido a visitar a sus colegas... nosotros terminaríamos aquí su ya larga historia.


Cuando llegó a Dolores en la primavera de 1696, citó a todos los caciques de la Pimería para una junta solemne. Desde los más lejanos rincones acudieron al llamado del gran jefe. En la convención celebrada, el padre Kino les hizo una detallada relación de todas sus gestiones en la ciudad de México; les enumeró con entusiasmo las prestaciones obtenidas; y proclamó públicamente su adhesión a los postulados del gobierno central. Por toda la Pimería se extendió la noticia de que el padre Kino era "el bueno"; y el partido de la oposición quedó muy desprestigiado. A través de los siglos, la política no ha cambiado mucho.

 

|31|
Algo De Política Eclesiástica.
Desde Arizpe


Los obstáculos a la misión del civilizador, no sólo provenían de los colonos ambiciosos, sino también, algunas veces, de sus mismos colegas jesuitas. Ya vimos cómo un padre Visitador le suspendió en seco la construcción del barco en Caborca.


Ahora, después de la revuelta, el superior inmediato de Kino era el rector de la muy noble ciudad de Arizpe. Se apellidaba Mora, y tenía fama de erudito y de sacerdote santo. Pero, a nuestro parecer, era uno de esos hombres que se apegan tanto a las leyes y los reglamentos, que pasan por alto la ley suprema de la comprensión y del amor.


Este sujeto, durante su reinado, no dejó de acusar a Kino ante el Visitador Pólici, ante el padre Provincial de México, y ante Roma. Tenemos de él un escrito de 79 páginas en las cuales formula toda clase de cargos contra el inquieto misionero de los pimas. Lo acusa de bautizar a la carrera, sin instruir a los indios; de meterse demasiado en asuntos temporales, como ranchos, siembras y defensa de la frontera contra los apaches; le recrimina perder el tiempo construyendo un barco en el desierto; dice que descuida su ministerio de Dolores, porque viaja constantemente; lo acusa también de hacer trabajar demasiado a los indígenas y explica que por eso sus cosechas son las más abundantes de Sonora; de que en nueve años, le han enviado once padres y que ninguno de ellos ha congeniado con él; y acumula sobre Kino otras muchas y detalladas acusaciones. Pero el principal cargo que le hace es el de ser desobediente. Para un jesuita esta falta es muy grave, puesto que los jesuitas han formulado "el voto solemne" de obediencia a sus superiores.


Una de las desobediencias de Kino fue la siguiente: En la revuelta anterior, la condición única para el perdón general y la paz, había sido la entrega a la justicia de los cabecillas asesinos. Kino y los pimas se habían comprometido. El misionero supo quiénes eran los delincuentes y los mandó aprehender. Como en Dolores no había cárcel (buena señal), el padre alojó a los prisioneros en su cuarto que estaba pegado al templo. Mora puso el grito en el cielo. Acusó a Kino de haber dejado de ser misionero para convertirse en sheriff y carcelero; y de haber profanado un recinto sagrado haciéndolo prisión.


Lo más grave, según el inefable Mora, consistía en que el padre Kino debía entregar a los criminales a la justicia, y sin embargo, la ley prohibía terminantemente a los soldados sacar a los presos de un lugar sagrado sin permiso especial. Ante este dilema Mora ordenó que, mientras el padre sheriff celebraba la misa, los soldados sacaran a los prisioneros de su cuarto. Así el padre carcelero podía defenderse ante las autoridades civiles y eclesiásticas, diciendo que los soldados habían sacado a los presos de su cuarto sin su conocimiento. (Y los soldados...)


A Kino no le agradó semejante disposición. Era uno de tantos subterfugios que suelen usar los adoradores esclavos de la ley, para violada sin ser castigados. Al padre desobediente se le ocurrió otro ardid más digno que no comprometía su veracidad. El capitán invitó a los cautivos a su propia residencia a comer calabaza ("comer calabaza", o batir pinole, era en aquellas latitudes algo así como "tomar el té", entre los ingleses). Cuando los invitados salieron voluntariamente del "lugar sagrado", el capitán los tomó presos.


Este truco escandalizó grandemente al quisquilloso y farisaico padre Mora, el cual escribió a Kino diciéndole que por aquella acción había incurrido en censura. El padre "excomulgado" le respondió simplemente: "Los asesinos, sólo salieron a comer calabaza".


Nos parece ver sonreír alegremente, al padre sheriff, desobediente y carcelero. Los asesinos del padre Saeta, de los ópatas y de otros muchos, fueron indultados a petición de los demás misioneros de Sonora; pero el padre Kino y sus pimas, habían cumplido su compromiso de entregar a los delincuentes.


El gran pliego de acusaciones que Mora envió al Visitador no surtió efecto. El mismo Mora se quejaba después de que al misionero italo-alemán, los superiores no le hacían nada; que él no obedecía a los superiores sino que los superiores lo obedecían a él. Por algo sería.


El inexperto Mora era un sacerdote joven que acababa de salir de las aulas brillantemente y quería lucir sus conocimientos legales; pero le faltaba tacto y experiencia, y otras cosas. Quiso hacer a un lado a Kino ordenando a Campos que se encargara de las misiones con los indios sobaipuris; pero el Visitador Pólici (italiano) dio contraorden mandando a Mora que entregara esas misiones al Padre Kino. Le recordó también que Kino tenía permiso y orden del Provincial y del virrey de explorar hasta más allá del río Colorado.


Cuando se dijo que el padre Kino sería trasladado a California, todos los superiores (menos Mora), los generales del ejército, y hasta el Presidente del lejano Parral, pidieron al virrey que dejara a Kino en la Pimería, puesto que él solo, defendía la frontera mejor que cualquier Fuerte de soldados. El insignificante Mora tuvo que contemplar avinagrado la exaltación de aquel hijo desobediente y rebelde sin causa que era Kino.


En esta comedia, tenía mucho que ver la predisposición que existía en los misioneros españoles y criollos contra los sacerdotes extranjeros: italianos, alemanes, etc. El infausto nacionalismo no es cosa nueva. No se sufría muy bien que un italiano o un alemán sobrepasara a un español o a un mexicano (criollo). Pero Kino, italiano por nacimiento y nacionalizado alemán, trabajaba para España y para México, porque su patria era el mundo.


Y había algo más profundo en este vulgar sainete. El rector Mora tenía un corazón finamente labrado por las leyes de la Iglesia y del rey pero no se preocupaba por lo que sucedía con los nativos que vivían al otro lado de las montañas de Arizpe o en los vastos desiertos. Según los reglamentos, eso, a él no le tocaba. Kino en cambio tenía un corazón que se estremecía por la angustia de cualquier necesitado aunque éste se encontrara al fin del mundo, Mora seguía rigurosamente el estrecho cauce de las leyes humanas. Kino rebasaba esa rutina porque se gobernaba por la suprema ley del amor. Mora era esclavo de la ley. Kino estaba libre de todas esas minucias de los reglamentos, pero al mismo tiempo era el mayor de los esclavos de la Pimería, porque el amor es la suprema esclavitud. Mora parecía de conducta intachable; pero si Kino hubiera sido tan cumplido como él, las fronteras de México y del Reino de Dios no hubieran traspasado Arizona y California.

 


Sin embargo, el padre Mora está ahora en el Cielo. Era el prototipo del oficial cumplido; sus fieles nunca se quedaban sin misa; bautizaba con regularidad; hacía todas las procesiones; celebraba las fiestas de los santos; llevaba al día sus registros; enseñaba las auténticas ceremonias de la Iglesia; portaba sin mancha su traje de eclesiástico... y tomaba metódicamente, a sus horas, la cotidiana ración de chocolate. El padre Mora era originario de la ciudad de Puebla.

 

|32|
Una Expedición Inolvidable


Aunque hasta ahora Kino había salido victorioso; aquellos altercados no dejaban de molestarlo. Algunas acusaciones le quitaban tiempo y lo obligaban a realizar largos viajes como aquel hasta México. Sin embargo, él sabía aprovechar esos mismos contratiempos para hacer el bien.


Cuando comenzó a extender sus misiones hacia el Norte, sus enemigos emboscados comenzaron también nuevas asechanzas. En aquellas regiones, decían, los indios sobaipuris no sólo roban y matan, sino que también comen carne humana; les encantan los españoles rostizados. No son capaces de civilización. El padre Kino y el capitán Mange exigieron una investigación y se organizó una expedición de reconocimiento en la cual iban como representantes del Gobierno el capitán Bernal y unos veintidós soldados. Iban también unos diez indígenas como ayudantes; llevaban treinta mulas con equipajes y bastimentos, y treinta caballos de repuesto.


Aquella expedición fue maravillosa. Fue una cabalgata de dos mil kilómetros hasta el río Gila, hasta Casas Grandes. Se fueron por el río San Pedro y regresaron por el río Santa Cruz, saliendo a Tucsón y San Javier de Bac. Exploraron regiones a las cuales nunca había llegado un hombre blanco.


En todas las rancherías indias los recibían con arcos y cruces, con danzas y provisiones. Kino les hablaba del advenimiento de la nueva era de la civilización y el Evangelio y Bernal los exhortaba a la alianza con el rey de España.


En la ranchería de Quíribu, se les unió el famoso cacique Coro. Gran extensión de las riberas del río San Pedro estaban deshabitadas e improductivas, porque este jefe Coro y el cacique Humai del río Gila estaban en constantes guerras. El jefe Coro siguió con el padre Kino aunque sabía que se dirigían hacia donde estaba su enemigo. En la ranchería de Ojío, una mañana, después de la misa la indiada vio con asombro que el cacique Humari y el jefe Coro se daban un abrazo en señal de reconciliación. Y la paz volvió a vestir de verde las llanuras de aquellas riberas.


 Llegaron al río Gila. Los acompañantes de Kino tenían fibra y entusiasmo. Bernal estaba en armonía con toda su gente. Acuña, el intérprete, y el valeroso Escalante a quien ya conocimos en San Ignacio, atravesaron nadando alegremente el río Gila para explorar una de las Casas Grandes. Mange se entretenía tomando de los naturales, informaciones sobre una mina de azogue que estaba cerca del Colorado, y sobre extraños hombres y mujeres rubias que los indios habían visto más al centro, y que no eran por cierto marcianos. Todo el viaje fue una cabalgata regocijante y triunfal.


El día 2 de diciembre de 1697 ya estaban de regreso en Dolores. Los oficiales informaron a sus superiores sobre los sobaipuris; son gente afable y pacífica: viven en valles fértiles; les hemos contado 920 casas y 4,700 personas. Todos piden un misionero... Y de este modo se borró la leyenda que hacía de aquellos indígenas unos caníbales.


Expediciones como ésta hizo muchas el padre Kino. Es admirable ver cómo los indios más remotos, que nunca lo habían visto, lo recibían como a un viejo y conocido amigo. Le daban alojamiento y comida; le hacían fiestas; se reunían para escucharlo; obedecían sus deseos y le servían de guías por aquellos senderos inexplorados. Cuando las expediciones eran por el ingrato desierto, los indígenas lo iban a encontrar a muchos kilómetros de distancia, llevando sobre sus hombros ollas de agua; porque en el desierto sediento un vaso de agua fresca para el viajero es el mejor de los regalos. ¡Oh magnetismo de la bondad!...

 

|33|
Diez Pimas contra Diez Apaches por el Rumbo de Huachuca


Otros de los enemigos más destructores de la civilización, fueron los indios apaches. En ráfagas violentas bajaban de las sierras de Arizona y de las cumbres de la Sierra Madre. Destruían poblados, mataban sin misericordia y se robaban el ganado y la caballada. No tenían patria. Lo mismo atacaban a las colonias españolas que a las rancherías ópatas o pimas. Eran un enemigo común.


Por eso Kino exhortaba a sus pimas para que cooperaran en las campañas contra los apache s que obstaculizaban el progreso y causaban tantas víctimas inocentes. Y para los pimas, los deseos de Kino eran mandatos solemnes.


Sin embargo, los anónimos detractores de las misiones, gritaban que los pimas estaban confabulados con los apaches, y más de una vez los inocentes pimas fueron duramente castigados por el ejército. Pero ellos siguieron fieles a su misionero y eran los únicos capaces de contener la furia sanguinaria de los pieles rojas. Por eso a Kino también se le da el título de defensor de la frontera. Un ejemplo bastará para justificar este título.


El 30 de marzo de 1698, seiscientos apaches, jocomes y sumas, atacaron la ranchería sobaipuri de Santa Cruz. Asesinaron al jefe y a otros muchos y acabaron con el ganado que el padre Kino tenía allí para fundar la misión. Embriagados por el triunfo, comenzaron a celebrar una gran fiesta alrededor de las fogatas.


Pero cerca de allí, como a unos seis kilómetros, en Quíburi, estaba el valiente jefe Coro. Supo lo sucedido; reunió a su gente, a la cual se agregaron numerosos indios de otra tribu que habían venido por maíz; y se dirigió a Santa Cruz.


Capotcari, el jefe apache, vio venir aquel ejército. Pensó que la batalla no sería fácil y que tendrían poco que robar, y concibió una idea genial.


Mandó emisarios a Coro con la siguiente proposición: pelearían diez pimas contra diez apaches, y así se decidiría la victoria. Los vencidos serían prisioneros. Coro consultó a los demás jefes y aceptó el reto.


La dos escuadras indias se colocaron en las faldas de los montes como en un gran anfiteatro. Poco a poco fueron bajando los gladiadores seleccionados: diez pimas contra diez apaches, y así fue como en estas remotas lejanías de Nueva España, se pudo presenciar un espectáculo parecido a los del Circo romano, o a los bárbaros torneos medioevales, con todas las reglas de la caballería.


A una señal convenida la lucha comenzó. Los apaches eran magníficos arqueros; pero los pimas estaban expresamente adiestrados en el difícil deporte de esquivar las flechas. Con vista de águila veían venir el dardo mortal, y con rápidos movimientos felinos escapaban el cuerpo. Los apaches no podían dar al blanco. Mientras tanto, ellos iban cayendo uno tras otro con el corazón traspasado. Al poco tiempo, en el campo apache, sólo quedaba vivo el Jefe Capotcari, quien también era una fiera esquivando flechas. Nueve pimas se retiraron caballerosamente, y el jefe apache quedó frente a un solo enemigo pima. Las flechas silbaban como balas y aquellos gladiadores de bronce sacaban el cuerpo con velocidad de rayo. Se trataba de la vida o de la muerte. Viendo el pima que sus flechas no encontraban a su adversario, y que se perdían rabiosas silbando entre los matorrales, se lanzó a la lucha cuerpo a cuerpo. De un golpe derribó al sorprendido Capotcari, y con una gran piedra le estrelló la cabeza.


Una gritería salvaje se levantó en el campo apache. No se resignaban a declararse cautivos, y por otra parte veían la superioridad de los pimas. Optaron por huir desordenadamente, al estilo de "sálvese el que pueda".


Los pimas los persiguieron disparando sus certeras flechas. Los apaches caían como las hojas de los árboles en otoño cuando el viento sopla. La sangrienta persecución se prolongó por espacio de veinte kilómetros, y en la huida quedaron como unos trescientos apaches muertos o heridos.


La noticia de aquella victoria se divulgó por todo Sonora. En los poblados siempre amenazados por los apaches, repicaron las campanas y hubo grandes fiestas. Los gladiadores de Coro recibieron muchos regalos, y el general Jironza envió al Cacique mil pesos como recompensa.


Por mucho tiempo los apaches no se atrevieron a repetir sus depredaciones en aquella región. Dicen que muchos, aterrorizados por lo que habían visto, se fueron a dar de paz a los Fuertes de Janos, el Paso y hasta Nuevo México. Y el Noroeste de Sonora, en un ambiente de paz, pudo seguir con más confianza el camino del progreso.


El más felicitado de todos fue Kino, quien, con sus fieles pimas, quedaba consagrado como defensor de la civilización en la frontera. (Quisiera anotar aquí que también los feroces apaches sintieron alguna vez el hechizo de Kino; pero tristes condiciones humanas, que merecen otro libro, impidieron la gran obra).


 

|34|

Las Fuerzas Implacables del Destino


Necesitaban misioneros las misiones ya comenzadas de Sáric, Sonoita, Quíburi, Tumacácori y otras. Pedían misioneros los Comaricopas del Gila; los yumas del Colorado, los sobaipuris de Arizona, los pápagos del desierto. A pesar del constante bombardeo de peticiones que el padre Kino hacía a sus superiores, los misioneros no llegaban en número suficiente para afianzar la civilización y la fe en tan extensas regiones.


El inolvidable padre Mora escribe que en nueve años, fueron enviados a la Pimería once misioneros, pero que ninguno pudo congeniar con Kino. Lo de los once misioneros es cierto, pero nunca llegaron al número que se requería. Lo de no congeniar con Kino es una exageración. Tal vez hubo algunos pigmeos que se regresaron porque no pudieron seguir los pasos del gigante; pero la mayor parte de estos misioneros desertaron por otras razones:


Al padre Saeta lo desertaron; Hostinski, que estuvo en San Ignacio, era un fugitivo de la revuelta Tarahumara; cuando allá se restableció la paz, regresó a sus barrancas. El padre Barillas, no duró un mes en Caborca porque ya era viejo y no pudo resistir la prueba de la soledad y los sobresaltos. Januske desapareció de Tubutama con la revuelta pima que redujo a cenizas su misión y a él lo puso al borde de la tumba: tenía motivos para no volver. El padre Barli de Cocóspera, sucumbió ante las dificultades de la empresa y fue sepultado en Cucurpe un año antes que el padre Saeta.


Antes de éstos habían estado con Kino: el padre Pinelli en San Ignacio; Arias en Tubutama; y Sandoval en Imuris y Cocóspera. Pero, como dice Bolton, sólo fueron aves de paso, pues pronto desaparecieron de la escena, ya que los superiores mal informados, juzgaban que no eran necesarios en la Pimería. El padre Castillejo, también enviado a la Pimería, nunca se dejó ver por estos rumbos.


Después del padre Barli estuvo en Cocóspera el padre Ruiz. Pero éste huyó por la sencilla razón de que, un mes antes de la victoria del gran Coro, trescientos bárbaros apaches sitiaron la misión. Ruiz se encontraba allí con unos cuantos indios, pues los demás habían salido a traer provisiones. El padre Ruiz y sus indios se defendieron heroicamente y lograron salir con vida del terrible ataque. Todo fue destruido. Ruiz salió huyendo casi sin ropa y no quiso por ningún motivo regresar a aquella zona tan peligrosa. Le siguió en su puesto el padre Bayerca que también fue un ave de paso.


Total, de los once misioneros mencionados por Mora, solamente permaneció en la Pimería un tiempo razonable, el padre Campos, en San Ignacio. Después, en 1701 vinieron otros cuatro: Iturmendi, Gonzalva, Juan de San Martín, y Barillas por segunda vez. Hicieron lo que pudieron y cayeron en el sendero como los buenos. Iturmendi murió en cuanto apenas cumplía un año de misionero; y un día, el joven padre Gonzalvo tocaba, moribundo, a las puertas de la misión de San Ignacio. Venía de San Javier de Bac donde apenas comenzaba a trabajar en la misión iniciada por Kino. Murió auxiliado por Campos quien lo sepultó en el cancel de la iglesia.


Revueltas de los indios, política de los colonos egoístas, incomprensión de algunos superiores, arteros ataques de los apaches, dureza del clima, enfermedades, desfallecimiento de sus ayudantes, todo, parecía oponerse a Kino. La Pimería, parecía una tierra "marcada", por las inexorables fuerzas del destino.

 

|35|
Cómo Andaba la Medicina en Sonora


El sol quemaba en el desierto de Altar. El capitán Mange hacía una importante exploración por territorios enteramente desconocidos para los blancos. A marchas forzadas recorría el Distrito. El último día se dirigió de Quitovac a Caborca. Caminó cien kilómetros bajo un sol abrasador. En ninguna parte encontró agua para beber. Sólo poco antes de llegar a Caborca, dieron con unos charcos de agua sucia. Muertos de sed, tomaron agua hasta saciarse y todos se enfermaron; pero el que se puso más grave fue el mismo Mange.


En Caborca, durante cuatro días no lo dejó la fiebre ni de día ni de noche. El padre Kino ordenó que fuera llevado a San Ignacio donde había más elementos. Parte a caballo y parte en una camilla, Mange, que antes había hecho el mismo trayecto en un día, recorrió ahora aquel camino en seis días, sin que lo dejara un instante la fiebre. Se sintió tan malo que pidió al padre Kino que le administrara los últimos sacramentos. Algunos piensan que tenía tifoidea... nos cuenta él mismo:


"Durante diez días no me dieron alimento sino atole, y ello sólo tres veces al día. Me sentía tan débil que no podía levantarme. No pude llegar a Dolores y fui dejado en San Ignacio al cuidado del padre Campos".


Este padre, conforme a las ideas de aquel tiempo, no permitía que Mange tomara ni siquiera un vaso de agua fresca que el enfermo en su fiebre pedía a gritos.


Una noche, Mange no aguantó más y decidió tomar agua, aunque muriera. A media noche se levantó vacilante y, procurando no hacer ruido, se dirigió a donde estaba la tinaja del agua. El precavido y astuto padre Campos había colocado la gran olla del agua a una altura que Mange no podía alcanzar. Pero Mange estaba decidido. Colocó un taburete y como pudo se subió a él; mas cuando quiso mover la pesada olla, le faltaron las fuerzas y la olla se le vino encima haciéndolo caer y dejándolo bañado de pies a cabeza.


Campos despertó, y al ver a Mange en aquel estado pensó que inmediatamente iba a morir de una feroz pulmonía.

Pero Mange nos cuenta: "Desde aquel momento, la fiebre, que durante doce días no me había bajado ni un instante, se me quitó completamente". Todos los conocimientos médicos del padre Campos se vinieron por los suelos.


No sé lo que pensarán los médicos sobre esta insólita curación; pero Mange, a los pocos días, ya estaba bueno y sano en Dolores. Lo único que le sobrevino fue que, desde entonces, se le comenzó a caer el cabello y muy pronto, en plena juventud, quedó completamente calvo... y para toda su vida...


Este relato nos da una idea de cómo se luchaba entonces contra la dureza de los elementos, las privaciones y las enfermedades, cuando no había ni médico ni medicinas adecuadas. Así nos explicamos también la muerte prematura de misioneros como Barli, Iturmendi y Gonzalvo, y la triste deserción de otros que no tenían la resistencia física o moral que aquellas circunstancias requerían.


Pero a pesar de tantas dificultades; a pesar de las revueltas de los pimas y las sangrientas incursiones de los apaches; a pesar de la sucia política que le hicieron los mezquinos; no obstante las incomprensiones de algunos superiores y la escasez de misioneros; sobreponiéndose a la dureza del clima y a la pobreza de la región; y aunque padecía un endémico paludismo que minaba sus fuerzas y una artritis que laceraba sus huesos, el padre Kino reconstruyó las ocho misiones destruidas y construyó unas doce más. Por eso lo hemos llamado: Civilizador infatigable.


CAPÍTULO VI

EXPLORADOR DEL DESIERTO


|36|
En la Sierra del Pinacate


La sierra de Santa Clara (Pinacate) se destacaba imponente. Era una inmensa mole negruzca sobre el desierto de fina y blanca arena. Estaba asentada sobre un mar de lava de un viejo volcán extinguido, que parecía un mar de espuma negra petrificada. No se veía un manantial ni un árbol ni siquiera un pedazo de tierra blanda acogedora.


Por esas quebradas rocas filosas y sedientas, un grupo de hombres ascendía trabajosamente, a caballo. Las aristas de las peñas hacían sangrar las patas de los animales. No había ningún sendero. Se avanzaba lentamente, fatigosamente, audazmente. Aquellos hombres no iban por cierto a un día de campo. Era el andariego padre Kino acompañado de algunos guías indígenas. Trataban de llegar hasta la cumbre de la monstruosa cordillera, y no iban como alpinistas, no iban sólo por sport.


Nosotros hacemos nuestros mapas sentados cómodamente ante el escritorio y copiando mapas que otros hicieron. Pero el primer mapa de cada región exigió un esfuerzo superior y a veces un gran esfuerzo. Había que conocer y observar con los propios ojos la región; había que recorrer a pie, a caballo o en barco, las llanuras, sierras y litorales; había que medir enormes distancias y observar los movimientos de las estrellas y la declinación del sol, para poder establecer la situación de aquel país desconocido con respecto a los demás. A veces, en el camino, se interponía inesperadamente un desierto, una montaña inaccesible, un gran río o el mismo mar. Por todas estas cosas pasó el padre Kino para trazar los primeros mapas objetivos de Sonora, Arizona y California.


Los mapas de esos años hacían del Golfo de California, no un golfo, sino un mar que se prolongaba indefinidamente hacia el Norte, casi hasta Alaska; y en ellos la península californiana figuraba como una gran faja de terreno separada del Continente, como una isla al lado de aquel mar, como la isla más grande del mundo. El, río Gila y el río Colorado no se juntaban en esos mapas, sino que desembocaban en el mar cada uno por su cuenta.


Y éstos eran los mapas que usaban en sus clases de geografía los cultos profesores y los ávidos estudiantes de las escuelas y universidades de México y de Europa. Por esta razón, las potencias colonizadoras como Inglaterra, Francia y la misma Rusia, suponiendo que California estaba separada del Continente, no la consideraban parte de Nueva España, sino como una isla independiente que ellos podían conquistar para su propio provecho. Pero ninguno de los autores de aquellos mapas había recorrido los litorales de Sonora y California hasta su remate, ni había atravesado los desiertos y las montañas del Noroeste.


La intención del padre Kino en aquella expedición, era llegar hasta el mar, explorar la costa y señalar con precisión la desembocadura de los ríos Gila y Colorado. Los nativos le dijeron que no se podía llegar al mar, pues estaba de por medio el desierto con sus enormes dunas de arena y sin una gota de agua, pero que desde la cumbre de la sierra del Pinacate se podía divisar el desemboque del río Colorado Por eso Kino subía afanosamente, desesperadamente la montaña negra.


Por fin llegaron a la cumbre, fatigados y jadeantes, pero optimistas. Sin embargo, la primera impresión no fue muy halagüeña. A sus pies se extendía hasta el horizonte, un mar de lava y de arena. Hacia el Noroeste, la atmósfera estaba llena de bruma y no podía distinguirse la boca del Colorado. Pero Kino tenía mucho que observar por otros rumbos. Hacia el Oeste y el Sur, se veía claramente el mar de California con una extensa bahía que el padre dibujó cuidadosamente. Y casi hacia el Norte, los indios le señalaron el sitio donde el Colorado se reúne con el Gila. Kino comprobó el hecho con su poderoso telescopio y apuntó emocionado aquel dato para sus futuros mapas, pues era una verdadera novedad para él y para la Geografía de entonces.


Pero lo que más le preocupaba era California. Aquella niebla inoportuna le impedía ver con claridad. Sin embargo, aferrado largo rato a su telescopio, creyó descubrir entre las brumas lejanas, las montañas de California que avanzaban como fantasmas majestuosos hacia las costas de Sonora: le pareció ver que California y Sonora se unían y que allí terminaba el mar. ¿Sería aquello una realidad, o sólo un alucinante espejismo del desierto?.. El explorador no consiguió esta incierta visión en sus apuntes. Era tan difícil negar lo que todos admitían; era tan atrevido decir que California no era una isla... Sin embargo, Kino guardó este ilusorio paisaje en su memoria y en su corazón. Tal vez California y Sonora eran como dos amigas que se daban la mano... Pero todavía tenía mucho que explorar y comprobar.


Bajaron de la sierra y por Sonoita se dirigieron a Caborca. Allí lo esperaban veinte caballos de repuesto que el experimentado explorador había ordenado antes de partir. En esa expedición de septiembre y octubre de 1698, Kino recorrió también toda la región de los pápagos, desde Sonoita hasta el Gila. Iba con el Cacique de Dolores, siete indígenas, y sólo un hombre blanco: el capitán Carrasco como representante del Gobierno. Llevaban unos cuarenta caballos de repuesto, y 25 mulas de carga. Los caballos y las mulas, cuando se cansaban, se remudaban pronto. Sólo así pudo recorrer mil doscientos kilómetros en veinticinco días, explorando, organizando misiones y predicando.

 

|37|

Por el Camino del Diablo.  Sonoita


Dicen que el padre Kino era de aquellos misioneros que "llevaban lumbre en las sandalias". No podía estar quieto en un solo lugar. Pero su inquietud no sólo era amor a la aventura. Tenía orden del Virrey y de su Provincial, orden de explorar. Además, en aquellas regiones subdesarrolladas había tantos seres humanos que impulsar hacia el progreso y tantas almas que encaminar al Paraíso, que para Kino era un pecado permanecer siempre en Dolores, disfrutando de la paz conquistada, de sus ranchos y siembras, y de la amistad de sus indios que lo querían como a un padre.


Por eso, unos meses después, en febrero de 1699, lo encontramos otra vez en el sendero. Ahora lo acompaña el padre Gilg y el capitán Mange. Llevan ochenta animales de repuesto entre caballos y mulas; y conducen treinta y seis vacas para dejarlas de paso a los pápagos de Sonoita.


Entre Sonoita y el río Gila está el camino más pesado. En la primera jornada no encuentran agua. Los guías indígenas informan que más adelante hay un aguaje. Los hombres y los animales sedientos caminan hasta media noche para poder llegar a él. El aguaje es un charco que las lluvias formaron en el hueco de una peña y que está sobre la sierra, muy arriba del barranco. Los animales no pueden subir. La roca es lisa como el cristal y sus pezuñas resbalan. Los hombres sedientos escalan el peñasco sujetándose con los pies y con las manos. Por fin llegan y toman agua. Es la media noche y la luna ilumina con su blanca luz el desierto, y se refleja nítida en el charco de la peña. Por eso le pusieron a aquel sitio "El Aguaje de la Luna".


Al día siguiente caminaron doce leguas para que los animales pudieran beber agua en las Tinajas Altas, unos charcos conocidos solamente por los nativos. Y siguen caminando. Los siguientes charcos o aguajes deben encontrarse a unas quince leguas, si es que ha llovido. Hay que ir a marchas forzadas por aquellas montañas de piedra. Aquel camino, donde muchos exploradores dejaron su vida, fue justamente llamado "El Camino del Diablo". Finalmente llegaron al río Gila. Ellos fueron los primeros en pasar, historiar y poner en el mapa este espantoso camino. De estos datos se sirvió el caballero De Anza cuando muchos años después, Sonora tuvo que llevar ayuda a su desfallecida y entonces pobre hermana: la Alta California.


En el río Gila, el padre Kino descubre, conoce, encanta y conquista dos tribus más: los comaricopas y los yumas. Pero los yumas no se atreven a conducir al padre río abajo, hacia el Colorado, porque allí habitan sus enemigos los quiquimas. La marcha de la civilización se detiene por el momento.


Mientras Kino organiza y evangeliza a los yumas, es atormentado por sus pertinaces calenturas. Mange tiene que explorar solo. Sube a una alta montaña y no puede divisar el mar de California. Al Oeste, sus ojos sólo descubren tierra y más tierra, hasta el horizonte. Kino, el geógrafo, medita este hecho y conjetura que tal vez el mar no continúa hacia el Norte, como lo afirman los mapas. Y otra vez aparece la tentadora ilusión de que California puede estar unida a Sonora, y de que él puede trazar su camino por tierra para ayudar al viejo amor que nunca ha podido olvidar... Mas por ahora no puede asegurar nada, sólo el profundo deseo de que las cosas sean así.


Los yumas traen al mago blanco que los ha encantado multitud de regalos. Le llevan maíz, frijol, calabazas. Le obsequian curiosidades, y un día, entre ellas, le llevaron "unas hermosas conchas azules" que el padre empacó cuidadosamente como preciosos "souvenires".


Como no pueden seguir río abajo por falta de guías, remontan la corriente y toman otro camino para regresar. Si no quisiéramos ser breves, tendríamos muchas cosas qué relatar sobre este viaje de retorno. Después de salir de San Javier de Bac, los cogió un terrible huracán en pleno campo. El viento era tan fuerte que detenía a los caballos. El agua penetró hasta los huesos del padre enfermo. Las piernas y los pies se le hincharon tanto que no podía moverlos. El gigante tuvo que desmontar y quedar tendido en el suelo. Mas al día siguiente quiso proseguir el camino. Seguía lloviendo.


Apenas habían caminado como tres leguas cuando, nos cuenta Mange, el padre comenzó a vomitar como si tuviera el Cólera Morbus, y todos pensaron que iba a morir. Fue necesario detenerse por espacio de dos días y después, lentamente, trabajosamente, dirigirse a Tumacácori. El risueño poblado ya se divisaba entre los mezquitales; pero el río estaba crecido y el padre enfermo, que ya tanto tiempo llevaba a la intemperie, no pudo cruzado para acogerse en alguna choza. Los indios de Tumacácori, alarmados, creyendo que iban a perder para siempre al más querido de sus benefactores, pasaban el río crecido para vedo y asistido. Y algunos preparaban el único remedio que se les ocurría: un poco de caldo caliente en un cajete de barro para el pobre agonizante... Parecía que Kino iba a ser el primer vencedor y también la primera víctima del Camino del Diablo.

 

|38|
El Misterio de las Conchas Azules


No recuerdo cómo, pero el caso es que el padre Kino se recuperó de aquella enfermedad. Dicen que se curaba ayunando tres días seguidos.


Los acontecimientos se habían sucedido tan rápidamente, que el hombre no había tenido tiempo para reflexionar con calma sobre los datos obtenidos en la expedición. Primero fue la grata sensación de haber conquistado a los yumas, opas y comaricopas; luego, la ingrata experiencia de su propia enfermedad.


Cuando pasó la crisis y se iba acercando a su misión de Dolores, pudo hilvanar sus pensamientos. Montado en su caballo, iba recordando. Unos quince años antes, allá en California, en la costa que da al Pacífico, él mismo había visto con admiración unas maravillosas conchas azules. Había después navegado por muchos mares y no las había vuelto a encontrar. Pero ahora se da cuenta de que eran iguales a las que lleva en sus alforjas y le han regalado los indios yumas. Si estas conchas sólo se encuentran en la costa californiana del Pacífico... ¿Cómo las adquirieron los yumas que no tienen naves para atravesar el Golfo y pasar a la gran "isla" de California? Tal vez entre los yumas y California no existe ningún mar; tal vez el mar de California no se prolonga hacia el Norte sino que termina antes de llegar a los yumas y éstos pueden llegar al Pacífico caminando por tierra. Por lo tanto California no es una isla sino una faja de tierra unida al Continente.


Entonces recordó también que Mange no había podido ver ningún mar de California desde las montañas del Gila; y que él mismo, desde la cumbre del Pinacate, había creído adivinar entre las brumas, las montañas de California que se dirigían hacia Sonora. Con toda seguridad que allí terminaba el mar, y al Norte era tierra firme por donde se podía pasar a la península y al Pacífico. Pero esto, semejaba más bien un sueño de la fantasía.


El tiempo pasa y Kino debe atender los múltiples problemas de sus misiones. Para deshacer chismes, dice Mange, debe llevar al nuevo Visitador, el padre Leal a recorrer las nuevas misiones de los sobaipuris y de los pápagos: Tucsón, Actum, Adid, Batki, Sonoita, etc. Debe también recoger las provisiones y el ganado que suele enviar por barco como ayuda a California. Debe celebrar las fiestas religiosas de los indios; debe... En el ajetreo diario, el sueño de la península californiana parece olvidado.


Pero un día de marzo del año 1700, llega a Dolores un indio que viene desde el río Gila. Ha caminado centenares de kilómetros por el desierto y la montaña para venir a saludar al padre blanco y para invitarlo a sus pueblos. Y trae como regalo del cacique de los comaricopas una hermosa cruz adornada con veinte conchas azules. En el corazón de Kino se reviven los recuerdos. Interroga ansiosamente al indio caminante sobre el lugar donde ellos recogen esas conchas color de cielo. El indio afirma sin rodeos que en la costa de California, en el Pacífico, y que no tienen que atravesar ningún mar para llegar allá.


Kino tiene absoluta confianza en los indígenas y la ilusionante sospecha de que California es una Península se convierte en convicción. Ahora está tan seguro de ello que ordena suspender la construcción del barco de Caborca que ya había comenzado de nuevo. Ya no lo necesita. Puede ir a California andando por tierra. Está tan convencido que no tiene miedo en comunicar la noticia a sus amigos. Casi todos los misioneros se entusiasman, sobre todo Salvatierra que está situado y hambriento en California. El general Jironza lo felicita y sus superiores le ordenan explorar y comprobar.

 

|39|
Alrededor de las Fogatas.
 San Javier del Bac


La empresa no es fácil y requiere, además de la ardua preparación a la que el padre explorador ya está acostumbrado, más informaciones. Hay que saber qué tan lejos está el remate del Golfo de los indios yumas: a qué distancia se encuentra del río Colorado el Océano Pacífico; si tiene fin aquel desierto de arena que divisó desde la sierra del Pinacate; por cuál ruta puede encontrar agua para la caravana; y si los indios quiquimas, a quienes los yumas tanto temen, no serán un obstáculo salvaje que le impida el paso. Hay que averiguar muchas cosas para asegurar el éxito.


Por eso, durante el mes de abril del mismo año, Kino se dirige a San Javier del Bac. Desde allí envía correos a todos los caciques conocidos. Quiere celebrar con ellos una conferencia y pedirles informes. Es admirable cómo responden aquellos hombres a la voz del bondadoso y recio misionero. Pronto comienzan a llegar caciques desde los puntos más lejanos. Viene el viejo Humari con su hijo: llegan no menos de diez delegados desde el río Gila.


Mientras se reúnen todos los invitados, el dinámico e incansable constructor comienza a echar los cimientos de una gran iglesia en aquella misión. Los indígenas de Bac trabajan con entusiasmo y eficiencia. Han recibido del padre Kino todo lo necesario para prosperar: semillas, ganado, herramientas. Una de las remesas de ganado fue de setecientas cabezas. Por eso los arizonenses consideran al padre "cowboy", como el padre de la ganadería en Arizona.


Por fin llega el día de la gran junta. La asamblea de los caciques se reúne alrededor de una fogata y la reunión se prolonga hasta media noche. Se habla de cosas importantes: de la conversión de todas las tribus, de la organización de los pueblos, y de "las conchas azules". Todos aquellos hijos del desierto concuerdan en que las bellas conchas de nácar no fueron traídas del mar de California, sino desde el Pacífico y por tierra, sin haber cruzado ningún brazo de mar.


Al día siguiente llegan los lejanos caciques del río Colorado, y otros de más allá. Son los que viven más cerca del Océano y por eso son figuras importantes. Esa noche vuelve a reunirse la asamblea con los nuevos delegados. Ellos no sólo confirman lo que se ha dicho, sino que también añaden preciosos datos sobre el camino que debe seguirse para llegar a la costa.


Para el padre Kino, que tiene absoluta confianza en sus indios así como ellos la tienen en él, la cuestión esta resuelta. California no puede ser una isla. Con estas precisas informaciones emprende el regreso a Dolores. Es necesario convencer a los demás.

 

|40|

La Historia de un Indio Cautivo


Mientras regresaba a Dolores tuvo oportunidad de mostrar que no sólo era constructor de iglesias, fundador de pueblos, cacique máximo, próspero ranchero y explorador, sino también un hombre de finos sentimientos humanos.


Está por celebrar la misa en Tumacácori (Arizona), cuando llega al pueblo un indio en su caballo agitado, tembloroso, renegrido por el sudor. Trae un recado del padre Campos. Un indígena va a ser ajusticiado al día siguiente en San Ignacio (Sonora, y sólo el padre Kino puede salvado). El padre ordena de inmediato alistar el mejor de sus caballos; celebra reposadamente la Santa Misa; escribe una carta a Escalante sobre asuntos difíciles del río de Altar; y luego sale a galope tendido rumbo al Sur.


El sol llega al zenit y Kino sigue galopando, corriendo, para salvar al desventurado indígena. El padre ya ha entrado a los 56 años y aún le sobran energías... o tal vez lo único que le sobra es corazón. Sigue corriendo. El sol comienza a declinar y Kino prosigue su carrera rumbo al Sur. Parece un tejano de una cinta del Oeste que se dirige desesperado a rescatar a su novia. El sol se oculta tras los montes y el incansable jinete continúa su loco galopar, aunque su frente palidece, y el sudor empapa su humilde camisa de manta, y los duros estribos de la silla le entumecen los pies. Las sombras de la tarde lo ven pasar como ráfaga. La obscuridad de la noche no lo detiene: lleva en su alma una antorcha que nunca se extingue y que ilumina su camino.


A media noche desmana en Imuris. Ha cabalgado unos cien kilómetros. Descansa un poco mientras le procuran otro caballo y vuelve a montar.


El sol se sorprende cuando al asomarse por los cerros, ve llegar a San Ignacio al mismo jinete que había visto al día anterior salir de Tumacácori.


El padre Kino no acostumbra a detallar sus propias acciones. Por eso no sabemos las gestiones que realizó por el indefenso indio prisionero. Pero el caso es que salvó al cautivo de la muerte, y luego -cuerpo de acero y corazón de oro- se dirigió tranquilamente a las montañas de Dolores.


Al llegar a su residencia, donde casi nunca residía, escribió a sus amigos comunicándoles sus últimas y novedosas investigaciones, y exponiendo su certeza sobre la Península de California.


Todos le instaron a que prosiguiera la emocionante exploración; y el vagabundo no se hizo del rogar.

 

|41|

California y Sonora se dan la Mano. Puerto Peñasco


En el mes de septiembre de ese mismo año de 1700, acompañado sólo de sus vaqueros pimas, llegó hasta la junta de los ríos Gila y Colorado. Con su potente telescopio alcanzó a inspeccionar unos ciento veinte kilómetros más allá, y no vio sino las tierras y las sierras de California. Sin duda, el mar de Cortés no sube hasta esa latitud; ha terminado mucho más al Sur. Para él aquello no tiene réplica; pero lo que ahora busca es un camino más corto y práctico para llegar a California.


Al regresar, no lo asusta ni desespera el Camino del Diablo. Tranquilamente suspende la marcha en ese infierno de rocas áridas, y escala una alta montaña. Desde la cumbre contempla, con toda claridad, cómo termina el Golfo, y cómo después del desierto, las tierras sonorenses se unen a la costa de California.


Apenas pasa la Navidad y vuelve a salir de Dolores. Es el mes de enero de 1701. Ahora va con el padre Salvatierra, el otro gigante que reside en California, el que ha recorrido media Nueva España traído y llevado por sus superiores, el que en la sierra tarahumara descubrió la Barranca de Cobre; otro hijo de Italia hermano gemelo del padre Kino.


Los dos atraviesan por primera vez en la historia el desierto de Sonoita y llegan hasta el mar. Los caballos se mueren de sed, y la caravana tiene que dejar desesperadamente aquel desierto traicionero y fatal. Prosiguen su marcha mucho más allá de la sierra del Pinacate, y escalan una montaña cerca de Pitaqui. La cosa no puede estar más clara. Divisan el remate del mar de California, el desemboque del río Colorado, y las tierras de ambas costas que se dan la mano.


Kino dibuja cuidadosamente el litoral; y al llegar de regreso a Dolores hace un nuevo mapa que el padre Kappus envía a Austria. El mapa es publicado en Europa y los profesores universitarios se quedan atónitos, y los escolares tienen que arrumbar sus anticuadas cartas geográficas de California.


Salvatierra, que vive hambriento con sus indios en Loreto, Baja California, y que pasa largos meses, y a veces años, esperando que los viejos barcos carcomidos del Yaqui le lleven provisiones, suspira y sueña por un camino por tierra hasta su querida misión. No importa que desde el Colorado a Loreto calculen ellos unos cuatrocientos o quinientos kilómetros. Para ellos, que vinieron a América cruzando el Atlántico, y que han caminado a caballo por media Nueva España, esa distancia no es gran cosa. Lo que realmente les preocupa es el desierto, donde la sed mata a los hombres, y el "viento negro" despedaza las caravanas. Es necesario encontrar un camino. Por mar, el transporte de cada cabeza de ganado hasta California, les cuesta como trescientos pesos. Por tierra, calculan que les puede costar sólo veinte centavos. La rica Pimería debe ayudar a la estéril Baja California. Kino, fiel enamorado, no ha olvidado su primer amor de misionero; y recuerda a California con su inmensa pobreza; y contempla a sus indios vagando desnudos por los montes y comiendo raíces, y pidiendo a gritos la nueva era que una vez el mismo Kino les había anunciado. Por eso, a pesar de sus años, comienza a preparar un nuevo y largo viaje, para encontrar el verdadero paso por tierra a California, donde realmente las dos amigas se den la mano.

 

|42|
La Carrera de la Civilización.  
Por San Luis Río Colorado.


Noviembre 3 de 1701. En el pueblo de Dolores hay movimiento. Otra caravana está lista para partir. Llevan, además de las mulas cargadas y los caballos de repuesto, una manada de yeguas para aumentar el rancho de la misión de Sonoita. No va ningún soldado; pues el general Jironza ha sido removido de su puesto, y el capitán Mange anda en una comisión persiguiendo unas brujas. Acompañan al padre Kino los experimentados vaqueros pimas de Dolores, y solamente un español.


Parte la caravana. El padre Kino va visitando de paso sus misiones: levantando los ánimos y dando las órdenes necesarias. Por ahora, el camino más practicable del desierto es el camino del Diablo. Por ahí se dirigen hasta el Gila. Continúan río abajo y llegan hasta el Gila se une al Colorado. Hasta allí todas las tribus son viejas conocidas. En todas partes los reciben con arcos, cruces y provisiones. Sólo que los yumas de la Junta de los ríos están ahora sumamente pobres. Aquél ha sido un año malo para ellos y sus cosechas se han perdido. Sufren hambre.


De la Junta, siguen río abajo, para visitar a los indios quiquimas y para buscar un vado por donde pueda cruzarse el caudaloso Colorado. De la Junta en adelante, el camino es nuevo, inexplorado, desconocido. Pero más nuevo es el espectáculo que presenta aquella caravana, pues ahora acompañan a Kino unos trescientos indios, entre yumas y pimas. El buen misionero ha prometido a los yumas hambrientos comprar maíz, frijol y calabazas a los quiquimas para que los yumas puedan pasar su crisis. Y los yumas confían en él ciegamente aunque saben que los quiquimas son sus más encarnizados enemigos. Se vislumbra una gran reconciliación con la presencia del mensajero de la paz, o una gran carnicería, si el mago blanco falla.


Al segundo día de camino, llegan al primer pueblo quiquima. Centenares de indios, ya bien preparados, salen a recibidos con danzas y cantares. Los enemigos se abrazan. No pueden luchar en la presencia del hombre pacífico y pacificador.


Pero la multitud de indios desconocidos, las extrañas danzas y los gritos de júbilo, causan verdadero pánico en el único español que iba en la comitiva, y el pobre hombre huye, enloquecido, rumbo al desierto. Cuando Kino se da cuenta de su desaparición, ya es tarde. Manda a sus vaqueros darle alcance, pero no lo encuentran. Kino teme que este hombre lleve más chismes alarmantes a sus misiones. No sabemos la odisea de este fugitivo, pero tal vez fue el primero que cruzó aquel desierto, pues más tarde lo encontramos en Sonoita. También el miedo hace realizar cosas notables.


Los quiquimas son generosos. Dan de comer a todos; tienen una choza especial para el padre; y al día siguiente, asisten todos a misa Lo que más les agrada de la misa es la casulla del misionero, que luce unas flores bordadas de vivos colores. Cuando termina la misa y el padre va a quitarse la casulla, los indios le suplican que no se la quite, porque todavía van a llegar más nativos que no la han visto. Y el buen padre les concede ese gusto.


Aquellos indios quiquimas nunca habían visto ni caballos ni mulas. No dejan de mirarlos y de observarlos llenos de curiosidad, como los niños cuando llega a un pueblo el primer automóvil. Cuando los yumas les contaron que los caballos corrían más rápidos que cualquier corredor indígena aunque fuera olímpico, los quiquimas no quisieron dar crédito. Fueron con el padre y le pidieron que hiciera una prueba.


El padre ordenó a uno de sus vaqueros de Dolores que ensillara un caballo. El cacique indígena seleccionó a ocho de sus mejores corredores, los cuales se pusieron en línea con el jinete. La indiada despejó el campo emocionada y expectante. Los yumas sonreían. Se dio la señal y empezó la carrera. Para darle más sabor al evento el vaquero pima dejó que los corredores indios tomaran al principio una buena ventaja; después clavó las espuelas a su corcel y como una ráfaga pasó adelante y dejó atrás a los atónitos quiquimas. Todo era parte de la gran fiesta.


Aquel día, aunque California no llegaba aún a la era del Jet, con la introducción de los primeros caballos, dio un gran paso en firme en la carrera de la civilización

 

|43|
El Paso por Tierra a California


Dos días permaneció en aquel pueblo el padre misionero, impartiendo su mensaje de civilización y de fe. Después siguió su camino río abajo en busca del vado para poder cruzar la enorme corriente. Ahora la caravana había aumentado a quinientos, pues muchos quiquimas se unieron para disfrutar de aquella maravillosa novedad. Cinco leguas más abajo encontraron el sitio adecuado. El cauce del río era menos profundo y la corriente más tranquila. Allí podían cruzar.


En ese mismo lugar, los indios ya tenían preparada al padre una magnífica choza donde se hospedó. Desde la otra banda del río, las gentes pasaban a nado con sus canastas llenas de regalos para el admirable extranjero que había aparecido entre ellos como una visión celestial. La noche entera fue de predicación y de fiesta.


Al siguiente día, para que el padre no se mojara al cruzar el río, los naturales fabricaron, con mimbres compactamente entretejidos, una pequeña barca. Parecía más bien una gran canasta. Pero flotaba. El improvisado navegante subió a ella y el gran cacique de los quiquimas en persona y otros hombres-ranas nativos, la empujaron nadando, hacia la opuesta orilla.


En la otra banda del río, ya estaba organizado el comité de recepción: centenares de indios jubilosos, adornados con sus mejores plumas, y bailando sus mejores danzas, y cantando sus exóticas canciones. Y así fue como el padre Kino pisó otra vez, después de casi veinte años, tierra californiana. El necesario paso por tierra estaba descubierto.

|44|

La Alianza Para el Progreso, Cerca de Mexicali

La policroma caravana se internó en la tierra nueva unas tres leguas más, hasta llegar a la casa del gran cacique. La fertilidad del terreno era asombrosa. Todo el camino estaba rodeado de campos de maíz, frijol y calabazas. Kino nos describe aquí la primera imagen de la California prometedora.


Cuando el misionero quedó instalado en su choza, llegó a la ranchería un cacique de otra tribu lejana. Era acompañado de una gran comitiva y traía numerosos regalos para el singular peregrino del que todos hablaban. Entre los regalos, había muchas conchas azules recogidas en la costa del Pacífico.


Kino recibió contento y ansioso al progresista jefe Cutgán, que procedía del territorio desconocido que él debía explorar. El cacique le hizo una descripción detallada de toda esa región. Le dijo que el Pacífico quedaba como a unos ocho días de camino; le explicó que el mar de California terminaba sólo a un día de marcha hacia el Sur; y cuando Kino le preguntó qué había después del remate del Golfo, el inteligente cacique Cutgán le presentó a otro indígena. Este era de la tribu Cócopa que habitaba precisamente en la Península. El nuevo personaje aseguró que desde su tribu, se podía ir por tierra a la misión de Loreto; y hasta señaló, cosa necesaria en la árida península, algunos lugares aptos para "parar". El mapa de California se había aclarado por completo.


Parte de la noche la empleó Kino en asistir a los tratados de paz que celebraron las tribus allí representadas: pimas, yumas quiquimas, cut­ganes y Cócopas. y durante casi toda la noche Kino pudo escuchar desde su cabaña las pláticas de los indios reunidos alrededor de las fogatas; hablaban entusiasmados, de aceptar el nuevo estilo de vida que el extraordinario personaje blanco les ofrecía.


Al día siguiente, el padre Kino, según su costumbre, envió mensajes de paz a todas las tribus circunvecinas que no habían sabido de su llegada; y escribió una carta para el padre Salvatierra. El cacique Cutgán se comprometió a llevar dicha carta hacia el Sur, lo más lejos que le fuera posible.


El retorno del misionero por el río Colorado fue un viaje triunfal. Dondequiera lo recibían y lo despedían con grandes festejos, y algunas lágrimas, porque no querían que se fuera. Hubo un día en que los indios emplearon toda una mañana en danzas y cantos, y hasta representacio­nes de diálogos y pequeñas comedias.


Pero lo más conmovedor de todo fue que los indios quiquimas regalaron a sus ex enemigos yumas, que estaban tan necesitados, tan gran cantidad de bastimentos, que los doscientos yumas no pudieron cargarlos todos y tuvieron que ser ayudados por los demás. ¿Quién ha dicho que todos los indígenas son inexorablemente rencorosos? Aquí los indios dieron un estimulante ejemplo de cooperación internacional, olvidando por completo las sangrientas guerras pasadas. En California se había realizado la primera Alianza para el Progreso el año de 1701.

 

|45|
Soñador Incorregible

El andariego jesuita emprendió el regreso a su misión de Dolores con el alma inundada de dicha. Pasó por el macabro "Camino del Diablo" que ya se le había hecho familiar. Al llegar al "Aguaje de la Luna" tuvo la calma suficiente para abrir entre las rocas un sendero de modo que los animales pudieran subir a beber agua. Este sendero fue utilizado, muchos años después, por el caballero de Anza; y si algún loco soñador fuera a visitar ese lugar, aún podría descubrir su trazo.


En Sonoita encontraron al fugitivo español, ciclón del desierto, quien humildemente confesó que su culpa había sido el pánico ante aquella multitud de indios desconocidos. Tomaron después el camino más corto: Búsanic, Cíbuta, Remedios y llegaron triunfantes a Dolores el día ocho de diciembre. Habían recorrido más de mil doscientos kilómetros, y contado más de diez mil hombres ansiosos de conversión y civilización.


En la misión de Dolores trazó un nuevo mapa que es una de las joyas de la cartografía. Lo envió al Superior General en Roma, es decir, a su viejo amigo el padre Tirso González. Este mapa de California fue el que se usó en el mundo durante casi un siglo. Al mismo tiempo propuso para la nueva región descubierta el nombre de Alta California, y para la región que estaba frente al Golfo, el nombre de Baja California y todos usamos todavía estos nombres.


Junto con el mapa envió un informe y una proposición de proyectos que da gusto leer, porque son proyectos llenos de visión, optimismo y fantasía. Un puerto, dice, en la bahía de San Diego, podría servir para salvar muchas vidas de los marinos que vienen de Filipinas en el Galeón de Manila o Nao de China. Cada año mueren muchos porque durante la larga travesía solamente comen alimentos secos y salados. En este puerto pudieran reponerse con alimentos frescos. Además, de California se puede pasar por tierra a Sonora; por lo tanto, un puerto en San Diego serviría para abaratar en el Norte las mercancías que trae la Nao y que tienen que ir a dar la vuelta hasta Acapulco. Y luego añade algo propio de su alma de gigante y soñador: "Si el Rey y el Superior General nos envían operarios suficientes" no sólo las numerosas tribus del Norte serán civilizadas, sino que se podrá llegar hasta la gran China y el Japón... y tal vez, por el Noreste, se encuentre una ruta más breve para ir a Europa...


Por falta de brazos no se llegó a tanto. Pero basta para inmortalizar a Kino el hecho de haber descubierto la Alta California; de haber pacificado aquellas tribus; y de haberles enviado, poco tiempo después desde Sonoita, la semilla necesaria para que en aquella tierra de promisión lucieran los primeros trigales.

 

|46|
El Precio de California.
Kino por Hermosillo y Guaymas.


Fue tanto el revuelo que armó la expedición anterior, que todos pedían otra que llegara, por fin, hasta las misiones mismas de California. El anciano padre González, misionero de Moctezuma, también se entusiasmó y contribuyó con vaqueros, provisiones y cincuenta mulas para que se organizara otra expedición. Y así fue como, sólo unos dos meses después, el 5 de febrero de 1702, el padre Kino salió de nuevo rumbo a California en compañía del padre González. Durante el camino se repitieron las jubilosas demostraciones de los indios; nada más que ahora el padre Kino aparece también popular entre las mujeres. Las madres indias iban con sus hijitos para que el misionero los tocara siquiera, pues en la expedición anterior había bautizado a un indito moribundo y éste se había aliviado.


El 11 de marzo ya estaban en la misma desembocadura del río Colorado a la cual nunca antes habían llegado. Ese día vieron salir el sol del lado del mar, señal evidente de que ya se encontraban en la Península de California.


Pero no pudieron cruzar el río. Las lluvias y los deshielos del Norte habían transformado el río en un mar, y en aquel sitio había muchos hoyos y mucho fango, donde los caballos se hundían o se atascaban. Además, el padre González se había enfermado gravemente, y se hacía urgente regresar.


Kino eligió el camino más corto tratando de atravesar el desierto hacia Sonoita. Caminaron como unas diez y ocho leguas sobre las pesadas dunas de arena, luchando contra un viento huracanado, "el viento negro del desierto", y sin encontrar una sola gota de agua. No sólo el padre González podía morir, sino toda la caravana. Por eso al siguiente día desistieron de cruzar el desierto y volvieron a caminar las mismas diez y ocho leguas hacia el Colorado. Si hubieran tenido un mapa moderno se hubieran dado cuenta de que esa misma jornada les bastaba para llegar hasta las cercanías de la ya conocida y ahora misericordiosa sierra del Pinacate. Pero entonces nadie conocía la longitud de aquel desierto.


Tomaron la ruta ya conocida; pasaron por el Camino del Diablo, y el anciano enfermo aún permanecía firme en su cabalgadura. Pero al llegar a Sonoita no pudo más. Descansaron tres días, y el enfermo no se recobró. La savia de su vida se había agotado en el duro trabajo de las misiones. Los buenos indígenas hicieron una camilla, y en ella transpor­taron al moribundo nada menos que hasta Tubutama. Desde allí se enviaron correos a diferentes partes, hasta Moctezuma, en busca de un médico. Pero el cansado misionero murió a los pocos días, asistido por el padre Iturmendi.


Parece que con semejante tragedia los superiores ya no permitieron al nada joven Kino intentar otro viaje a la Península. Se dedicó más a sus misiones, pero sin descuidar California con la cual estaba ya muy comprometido. El había entusiasmado a Salvatierra con aquella ardua misión; él le había estado enviando ayuda constantemente desde 1697. Las remesas eran de doscientas reses, quince cargas de harina, etc. etc. Hasta hacía colectas en otras misiones para ayudar a California. Los barcos salían del río Yaqui, pero después Salvatierra y Píccolo fundaron el puerto de Guaymas (San José) para hacer más fácil el embarque y más segura la travesía. En una remesa de trescientas reses, Kino dice: doscientas para California y cien para Guaymas. También los guaymenses le deben algo.


En marzo de 1704 él, personalmente, fue a Guaymas a llevar el ganado. Veía que el camino que seguían los vaqueros era muy largo, y (Ures, Mátape, Tecoripa, San José de Pimas, y quería cruzar otro más corto, y lo hizo. Pasó por Cucurpe. Pópulox y Pitic (Hermosillo), donde encontró al padre Juan de San Martín quien había abandonado las misiones de Kino, buscando tal vez "¡un clima mejor!" De Hermosillo trazó el camino a Guaymas precisamente por la ruta que ahora sigue la línea del ferrocarril.


Y tampoco olvidó un viejo sueño. En enero de 1706 aprovechó la ocasión de que estaba en Caborca, construyendo una iglesia, para hacer una excursión hasta la costa, frente a la isla del Tiburón. El nos describe aquellas polvorientas llanuras como si fueran un paraíso. Parece que aquel optimista caminante usaba siempre "lentes color de rosa" para contemplar las cosas y aun las almas primitivas de los indígenas. Desde el cabo Tepoca divisó luces en la costa de California (o en la isla Angel de la Guarda) y ordenó continuar la construcción de su barco famoso. Lo hubiera terminado si el experimentado padre Ugarte no lo hubiera convencido de que era más barato comprar uno ya hecho.


Ese mismo año el Gobierno, ignorante y desconfiado, exigía un informe oficial de la unión por tierra entre California y Sonora; y el padre, ya de 61 años de edad, tuvo que llevar a los representantes del Gobierno hasta la remota cumbre negra de la sierra del Pinacate.


Cuando se escriba en detalles la historia de Salvatierra y de Ugarte, así como se ha escrito la de Junípero Serra y la del sonorense caballero De Anza, reconoceremos emocionados cual fue el verdadero precio de la conquista de California.

|47|
Constructor de Iglesias y de Pueblos   Cocóspera y Remedios

 

Como dijimos, suspendidas las expediciones a California, Kino se dedicó a sus misiones, las cuales requerían el trabajo de varios hombres.

 

Comenzó entre otras cosas a construir iglesias más grandes para sustituir a las primitivas capillas. En Dolores tenía ya una gran iglesia que era una de las mejores de Sonora. En el mismo trágico año de 1702 empezó las iglesias grandes de Remedios y de Cocóspera. Invitó trabajadores de los pueblos vecinos. Llegaron desde Bac. Vino también el jefe Coro con su gente. Había en aquellos dos pueblos una actividad febril.            Hacían adobes; traían pinos desde la sierra; labraban madera, puertas, ventanas, vigas. etc. Kino supervisaba cada semana los trabajos haciendo desde Dolores en viaje semanal de muchas leguas. Pagaba a los obreros con alimentos y ropa. No había otra moneda. Gastó lo equivalente a diez mil "petacones" (pesos) para distribuir quinientas fanegas de maíz, matar quinientos novillos, y comprar tres mil pesos (de aquel tiempo) en ropa.

 

En enero de 1704, las dos iglesias fueron solemnemente inauguradas. Las fiestas duraron una semana. Fueron invitados los caciques conocidos. Asistieron indios desde el río Colorado, caminando unos cuatrocientos kilómetros. Cantó el coro de Remedios, netamente indígena, lo cual nos indica que el padre andariego no descuidaba las ceremonias externas; y predicó, en pima, el padre Gilg.

 

Cuando se realizaba la campaña arqueológica para localizar el sepulcro del padre Kino (1965-1966) acompañé a Cocóspera al Profr. Jorge Olvera, del Instituto de Antropología, al Dr. Wasley, de la Universidad de Arizona; y a una rubia norteamericana estudiante de arqueología cuyo nombre no recuerda mi cansada memoria. Íbamos a levantar un plano y a trazar un proyecto de reconstrucción de la antigua iglesia de Cocóspera, que se encuentra en ruinas.

 

Estábamos convencidos de que aquella iglesia que teníamos delante era una construcción franciscana posterior en unos cien años a la del padre Kino. Pero otros historiadores decían que era la misma que hizo el afamado jesuita. La incipiente polémica se resolvió en favor de las dos opiniones. Mientras examinábamos y medíamos aquellos muros exageradamente gruesos, el profesor Olvera descubrió que aquellas paredes eran dobles y que estaban formadas por el potente muro construido por el padre Kino, y uno menos grueso levantado por los franciscanos como cien años después, en el lado interior, para hacer la iglesia más pequeña.

 

El Dr. Wasley y yo pudimos comprobar el descubrimiento constatando que el muro interior cubría las ventanas y las puertas hechas en el muro exterior. Por lo tanto, la actual iglesia ruinosa de Cocóspera es obra de Kino y también de los franciscanos. En otras palabras, los muros levantados por Kino en 1702-1704, aún están en pie y son, tal vez, los únicos muros completos donde podemos venerar las huellas de las manos de Kino. Sería una lástima que la incuria, la ingratitud o el olvido los acabaran de destruir.

 

Después de terminar los templos de Cocóspera y Remedios, el padre constructor se dirigió, con su compañía de albañiles, carpinteros, herreros, hortelanos y rancheros, a construir las iglesias grandes y a organizar los pueblos de Magdalena, Cíbuta, Imuris, Búsanic, Sáric, Pitiquito, Tubutama y Caborca.

 

En el verano de 1706 el Visitador, que ahora es el padre Píccolo, le pide un informe sobre sus misiones y le pregunta cuántos misioneros necesita. La respuesta del padre Kino nos da un buen resumen de los pueblos organizados y de las iglesias construidas por él hasta 1706.

 

Dolores, Remedios y Cocóspera están bajo el cuidado directo del mismo Kino, San Ignacio, Imuris y Magdalena, al cuidado de Campos. Tubutama, Santa Teresa y Oquitoa, atendidos por el también italiano Minutuli.

 

Los puntos que siguen, ya tienen lo necesario: casa, iglesia, siembras, rancho y caballada; pero requieren al menos cinco misioneros distribuidos así:

 

1.- Caborca, Pitiquito, San Valentín; 2.- Santa María (Sta. Cruz), San Lázaro y Bacoancos; 3.- Búsanic, Sáric y Aquimuri; 4.- Bac, San Agustín (Tucsón) y Santa Rosalía; 5.- Quíburi, Huachuca y Santa Cruz (en el San Pedro, donde está Coro).

 

Total, 24 fundaciones enumeradas en este documento. Sabemos además que había hecho casi lo mismo en Guébabi, Tumacácori, Sonoita, Tucubavia, Síboda, Ootcam, Atil y en otras rancherías que suman por todas tal vez unas dieciséis. Si algún lector ha tratado de construir una iglesia, un pueblo, un rancho o una labor agrícola, sabrá comprender lo que el trabajo del padre Kino representa.

|48|

Una Cabellera Humana. Kino en Bacerac

 

Una de las situaciones más tristes y dramáticas de la vida del padre Kino fue ocasionada por la falta de nuevos misioneros que le ayudaran.

 

No los tenía para atender a sus pimas de Caborca, Pitiquito, Sáric, etc. Cuando descubrió las prometedoras rancherías de los sobaipuris, desde Tumacácori hasta el río Gila, se le partía el corazón al ver que no podía atenderlos, instruirlos, bautizarlos. Su angustia se aumentaba cuando los indios hacían largos y frecuentes viajes a Dolores para suplicarle que fuera con ellos o que enviara a otro.

 

En septiembre de 1697 estalló su corazón y con un buen número de jefes sobaipuris, algunos procedentes del Gila, se dirigió a Bacerac donde estaba el Visitador Pólici, para pedirle más misiones. Pólici estudió el problema; llegó hasta a examinar secretamente las intenciones de aquellos indios, y quedó convencido. Escribió al general Jironza y a los superiores. Fue enviado el joven padre Gonzalvo, pero pronto murió, y la región quedó otra vez desamparada. Kino tenía que hacer constantes viajes para ayudar en algo.

 

El problema se volvió más aflictivo cuando Kino descubrió las tribus de los pápagos por las regiones de Sonoita, Quitovac, Ootcam, etc.; y terminó por ser desesperante cuando dio con las remotas tribus del río Colorado y la Alta California, las cuales lo llamaban a gritos desde sus lejanías.

 

En 1706 solamente trabajaban en la frontera: Kino en Dolores, Campos en San Ignacio y Minutuli en Tubutama. Tres hombres para atender, a caballo, todo el Norte de Sonora, todo el Estado de Arizona y parte de la Alta California. El viejo fundador no podía descansar, ni podía sentirse feliz.

 

Un día del año 1707 llegaron desde los ríos Gila y Colorado muchos jefes indígenas para suplicar, una vez más, la presencia de alguien que los iniciara en la dicha y el progreso de la nueva era anunciada por Kino. El anciano misionero de 62 años emprendió con ellos otra vez la fatigosa caminata hasta Bacerac para presentar al Visitador todas sus ansias y sus anhelos. Desde Bacerac Kino escribió sobre el mismo asunto a Roma, al padre General que ahora era Tamburini. En su carta se le escapan frases como esta: "Por las sagradas heridas de Jesucristo, trate de enviamos trabajadores conspicuos por su cielo... mándenos muchos de ellos". Su grito de angustia se perdió en el inmenso mundo egoísta y comodino.

 

Mientras estaba construyendo en Búsanic (1706), llegó a la aldea un indio solitario. Venía como mensajero desde California. Traía en su mano una siniestra cabellera humana arrancada a algún indio vencido. Se presentó al padre y le dio su mensaje: "Todas las tribus quieren que vayas con ellos... Todas quieren ser civilizadas y cristianas... Todas te suplican... Esta cabellera es la del "único indio que se oponía"...

 

El argumento del quiquima era bárbaro; pero expresivo. El pensaba que Kino podía tener miedo a los opositores; él no sabía que el mismo padre ardía en ansias de ir allá, pero no podía multiplicarse; él no comprendía que en las grandes ciudades del Virreinato faltaban gentes generosas, dispuestas a entregar su vida para ayudados; él no podía comprender que en España, los cristianos luchaban entre sí por un "hueso" en la corte, y que por eso la flota no podía zarpar y ocho misioneros estaban en Sevilla esperando inútilmente, desesperadamente, la venturosa nave que: los trajera a Sonora. El indio tampoco podía entender que el idealismo, el amor, la generosidad, se estaban enfriando en Europa comenzando una etapa de feroz nacionalismo. Y él no sabía que los cristianos se estaban volviendo miopes, rencorosos y egoístas, y así fue como la marcha del progreso y del amor se detuvo entonces en las fronteras del desierto. Nunca se imaginaron los cristianos de México y de Europa, que su vida mediocre, tibia, comodina y egoísta, iba a tener tan tristes consecuencias en nuestras remotas tierras.

 

Hoy como entonces, cada hombre debe considerarse, como el padre Kino, responsable del destino, de la dicha y de la paz de todo el mundo.

 

|49|
Lo que no está escrito en Este Libro

 

No hemos dicho que el padre Kino fue también escritor. A pesar de su admirable actividad, tuvo tiempo y calma para escribir alguna obras. La más importante, llamada “Favores Celestiales”, cubre un cuarto de siglo en la historia de Sonora, Arizona y California. Sin este libro, los historiadores estuvieran a oscuras en muchas cosas referentes a esta etapa. Su relato termina en 1706 y por eso también nosotros estamos casi a oscuras con respecto a los últimos años de su vida, y no podemos detallarlos en este libro.

 

Tampoco hemos podido detallar, dadas las dimensiones de este pequeño folleto, todos los trabajos de sus numerosas fundaciones; ni hemos querido describir todas sus emocionantes expediciones. Realizó por lo menos cincuenta, y nosotros no hemos mencionado ni siquiera veinte, y las que mencionamos no están narradas con sus muchos interesantes detalles. Cada expedición podría ser el argumento de una película.

 

Menos aún quisimos meternos en política. Sólo tocamos el tema. Pero se podría escribir un largo tratado sobre las maniobras que usaron los colo-nos blancos para desprestigiar la obra de Kino, y sobre las artimañas empleadas por algunos superiores eclesiásticos. Los gobiernos, civil y eclesiástico, necesitaban más contribuciones y trabajo de indios, más tierras y más ranchos, y hacían lo posible por controlar estas cosas.

 

Un ejemplo: el mismo inolvidable capitán Mange, con muy buenas intenciones y razones, hizo estallar una bomba. Escribió al Obispo de Durango y a la Audiencia, acusando a los misioneros y pidiendo tierras y trabajo de indios para los españoles. Los misioneros, tal vez los “nylon” o de oficina y no los que se desangraban en la frontera, se sintieron ofendidos y movieron sus palancas.

 

Y así fue como en Enero de 1708 el bullicioso Mange, que ya era general, fue arrestado brutalmente en Basochuca (cerca de Bacanuchi) por orden del Gobernador. No le permitieron ni siquiera sacar sus cosas, pues también se ordenaba la confiscación de todos sus bienes. El olímpico mandato puntualizaba que “luego” se hiciera una investigación.

 

Mange fue llevado prisionero “en una extraña muía” hasta Parral, Chihuahua (doscientas leguas por las sierras), y metido en un calabozo. El pintoresco general echaba rayos y centellas. Cuando después fue absuelto por intercesión de algunos misioneros, Mange exigió una explicación por escrito; y no quería abandonar la cárcel sin que se la dieran. Lo único qué obtuvo el que tanto había trabajado por estas tierras, fue que lo volvieran a meter en la prisión Así paga el mundo.

 

Otro ejemplo: Kino recibe una carta fechada el 16 de Septiembre de 1709 en la cual se le anuncia que el Obispo de Durango ha pedido que sean suprimidas las misiones de los jesuitas en toda Nueva España. Unos meses después —el correo era lento— recibe instrucciones sobre el mismo asunto: el Provincial de México le ordena que, en caso de que se realicen los “piadosos” deseos del Obispo, los misioneros se concentren en sus colegios..... Por algo hubo después otro 16 de Septiembre en el que se anunciaron mejores noticias.

 

Pero si la política actual es difícil de entender y seguir; después de tanto tiempo, la antigua política de Nueva España se torna tenebrosa. Por eso muchas cuestiones de política antikinista no figuran en este libro.

 

Con mayor razón nos hemos detenido respetuosos en las puertas de su alma, sin atrevernos a penetrar en el santurio de su conciencia. No hemos intentado analizar sus virtudes, ni describir su vida íntima como sacerdote o religioso, aunque algunos que lo conocieron y que tenían los ojos limpios —le llamaban santo.

 

Dicen que en sus más difíciles expediciones, nunca dejaba de celebrar la Santa Misa; que muchas veces lo vieron pasar la noche en oración; que cuando rezaba el breviario se conmovía hasta llorar. Dicen que estaba acostumbrado a elogiar a los que lo ofendían de palabra, por escrito o de obra (aunque, decimos nosotros, sabía protestar valientemente cuando se trataba de salir en defensa de sus indios o de su gran obra).

 

Dicen que, aunque era millonario y repartía sus ganados por millares y enviaba limosnas hasta Roma y Tierra Santa, él personalmente vivía con la austeridad y la pobreza de los indios de la Pimería.

 

Dicen que nunca usaba cama para dormir; solamente tendía en el suelo una piel de res, dos toscas cobijas indígenas y su montura como cabecera.

 

Dicen que no fumaba, ni usaba rapé, ni tomaba vino a no ser el de la Misa;

dicen ....  En fin, ésto merece otro libro; y hay que notar que la santidad no consiste en no hacer nada malo sino en hacer mucho de bueno  

 

Con lo que hemos escrito basta para convencerse de que Kino no era un huraño asceta rezadoí, sino un buen trabajador progresista, audaz, corrio- so y aventurero. La verdadera santidad es la que irradia, ilumina y beneficia a los semejantes. No hemos penetrado al íntimo recinto de su alma; pero hemos contemplado, asombrados, algunos de sus destellos luminosos.

 

/

|50|
El Ultimo Viaje

 

El padre Campos había construido en Magdalena una capilla en honor de San Francisco Javier. Quiso que la inauguración fuera solemne y para esto invitó al viejo patriarca de Dolores, rogándole que viniera a bendecirla.

 

Los vaqueros de la misión ensillaron para el padre Kino, el más hermoso de sus caballos; y el anciano explorador descendió otra vez de sus montañas hacia el valle, en plena Primavera. Por todas partes florecía la vida; pero aquel trabajado jinete sentía en sus huesos y en sus músculos un cansancio de muerte. Mas siguió como siempre: hacia adelante.

 

Llegó al pueblo de Magdalena y lo encontró vestido de fiesta. Bajó de su caballo haciendo un esfuerzo por alegrarse con los demás. Entró en la capilla nueva; veneró la imagen de San Francisco quien le había inspirado los sueños de su juventud; se revistió los ornamentos sagrados y comenzó a celebrar el último Sacrificio de su vida.

 

Durante la Misa se sintió verdaderamente mal. Estaba consumiendo sus

últimas energías no debía quedar en el cáliz una sola gota. La ceremonia

era larga  muy larga.

 

Terminada la solemne bendición se dirigió con paso vacilante hacia el humilde cuarto de la Misión; tendió en el suelo las dos zaleas que servían de sudadero a su caballo; puso como cabecera su silla de montar; y, como buen vaquero en plena campaña por la sierra, se acostó sin quitarse la ropa.

 

El gigante había caído para siempre. Con gran serenidad vio llegar sus últimas horas. Estaba bien preparado para emprender el viaje más arriesgado de su vida, y explorar nuevos y fascinantes caminos desconocidos.

 

Pasó la tarde esperando, sin miedo, la partida.

 

Llegaron las tinieblas de la noche y también: el fulgor de las estrellas ... El incansable jinete estaba alerta, y partió cuando sonó la hora.

 

Parece que lo vemos, a caballo, entre los astros.

 

Era el 15 de marzo de 1711, poco después de media noche.

 

El padre Campos sepultó su cuerpo en la capilla nueva, al lado del Evangelio.


 

EL ROMANCE DEL PADRE KINO

Autor: Cruz Gálvez Acuña 1970

Editor: Gobierno del Estado de Sonora, Secretaría de Fomento Educativo y Cultura

______________

CONTENIDO

 

PRÓLOGO

 

CAPÍTULO I

— EL IMPACIENTE QUE SABÍA ESPERAR

 

|01| A Un Paso Del Sepulcro

|02| A Un Paso Del Ensueño

|03| Las Tormentas Y Los Piratas

|04| El Naufragio

|05| Una Duquesa En Su Camino

|06| Bajo Los Signos De Un Cometa

|07| Las Sirenas Cantan En California

|08| A los 37, su Primer Amor

 

CAPÍTULO II

— EL HOMBRE QUE SABÍA SUFRIR

 

|09| El Idioma del Corazón. —  En La Paz, Baja California

|10| La Cruz o La Espalda

|11| Cerca de Loreto, Baja California

|12| Lágrimas de una Quinceañera

|13| El Padre Kino en Bahía Kino

|14| El Padre Kino en Acapulco

|15| Una Limosna Para California, íPor El Amor De Dios!

 

CAPÍTULO III

— CIVILIZADOR INCANSABLE

 

|16| Hacia la Bahía Kunkak, Para Redimir a los Seris

|17| En La Frontera de la Civilzación, al Norte de Cucurpe

|18| Las Primicias de Cosari. — Catequistas de Ures

|19| Imuris. San Ignacio. Las Campanas se Oyeron También en Arizona

|20| Y Llegó el Teimpor de la Siega. — Magdalena, Tubutam, ect., ect.

|21| Caborca, o los Dominios del Gran Soba

|22| Un Barco en el Desierto. — Altar

|23| Caborca, o el Desierto que Florece

|24| Flores de Sangre en el Desierto

|25| Cuando El Odio Se Desata

|26| La Traición

|27| La Venganza

|28| El Martirio Se Acerca

|29| Emisario De La Paz

|30| La Política... igual.  — Apaches Entre Huásabas Y Bacadéhuachi

|31| Algo De Política Eclesiástica.  — Desde Arizpe

|32| Una Expedición Inolvidable

|33| Diez Pimas contra Diez Apaches por el Rumbo de Huachuca

|34| Las Fuerzas Implacables del Destino

|35| Como Andaba la Medicina en Sonora

 

CAPÍTULO IV

EXPLORADOR DEL DESIERTO

 

|36| En la Sierra del Pinacate

|37| Por el Camino del Diablo. — Sonoita

|38| El Misterio de las Conchas Azules

|39| Alrededor de las Fogatas. —  San Javier del Bac

|40| La Historia de un Indio Cautivo

|41| California y Sonora se dan la Mano — Puerto Peñasco

|42| La Carrera de la Civilización.  — Por San Luis, Río Colorado.

|43| El Paso por Tierra a California

|44| La Alianza para el Progresso, Cerca de Mexicali

|45| Soñador Incorregible

|46| El Precio de California.  — Kino por Hermosillo y Guaymas

|47| Constructore de Iglesias y de Pueblos. Cocóspera y Remedios

|48| Una Cabellera Humana. — Kino en Baserac

|49| Lo que no está Escrito en este Libro

|50| El Ultimo Viaje

 

 

DICATORIA
 

Al Sr. Obispo Juan Navarrete, en sus Bodas de Oro Episcopates, quien por espacio de 50 años ha sido fiel continuador de la obra de Kino en Sonora — (1919-1969).


Con cariño y gratitud,

P. Cruz